miércoles, 15 de septiembre de 2010

de Juan Bautista Alberdi (*)

(*) Extractos de “FRAGMENTO PRELIMINAR AL ESTUDIO DEL DERECHO".

…Una nación no es una nación sino por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen. Recién entonces es civilizada: antes había sido instintiva, espontánea; marchaba sin conocerse, sin saber adónde, cómo, ni por qué. Un pueblo es civilizado únicamente cuando se basta a sí mismo, cuando posee la teoría y la fórmula de su vida, la ley de su desarrollo. Luego, no es independiente sino cuando es civilizado. Porque el instinto, siendo incapaz de presidir el desenvolvimiento social, tiene que interrogar su marcha a las luces de la inteligencia extraña, y lo que es peor aún, tomar las formas privativas de las naciones extranjeras, cuya impropiedad no ha sabido discernir.

Es pues ya tiempo de comenzar la conquista de una conciencia nacional, por la aplicación de nuestra razón naciente a todas las fases de nuestra vida nacional. Que cuando, por este medio, hayamos arribado a la conciencia de lo que es nuestro, y deba quedar, y de lo que es exótico, y deba proscribirse, entonces, sí que habremos dado un inmenso paso de emancipación y desarrollo; porque no hay verdadera emancipación mientras se está bajo el dominio del ejemplo extraño, bajo la autoridad de las formas exóticas. Y como la filosofía es la negación de toda autoridad que no sea la de la razón, la filosofía es madre de toda emancipación, de toda libertad, de todo progreso social. Es preciso pues conquistar una filosofía, para llegar a una nacionalidad. Pero tener una filosofía es tener una razón fuerte y libre; ensanchar la razón nacional es crear la filosofía nacional, y por tanto, la emancipación nacional.

¿Qué nos deja percibir ya la luz naciente de nuestra inteligencia respecto de la estructura actual de nuestra sociedad? Que sus elementos, mal conocidos hasta hoy, no tienen una forma propia y adecuada. Que ya es tiempo de estudiar su naturaleza filosófica, y vestirlos de formas originales y americanas. Que la industria, la filosofía, el arte, la política, la lengua, las costumbres, todos los elementos de civilización, conocidos una vez en su naturaleza absoluta, comiencen a tomar francamente la forma más propia que las condiciones del suelo y de la época les brindan. Depuremos nuestro espíritu de todo color postizo, de todo traje prestado, de toda parodia, de todo servilismo. Gobernémonos, pensemos, escribamos y procedamos en todo, no a imitación de pueblo ninguno de la tierra, sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano con las individuales de nuestra condición nacional.

Es por no haber seguido estas vías que nuestra patria ha perdido más sangre en sus ensayos constitucionales que en toda la lucha de su emancipación. Si cuando esta gloriosa empresa hubo sido terminada, en vez de ir en busca de formas sociales a las naciones que ninguna analogía tenían con la nuestra, hubiésemos abrazado con libertad las que nuestra condición especial nos demandaba, hoy nos viera el mundo andar ufanos una carrera tan dichosa como la de nuestros hermanos del Norte. No por otra razón son ellos felices que por haber adoptado desde el principio instituciones propias a las circunstancias normales de un ser nacional. Al paso que nuestra historia constitucional no es más que una continua serie de imitaciones forzadas; y nuestras instituciones, una eterna y violenta amalgama de cosas heterogéneas. El orden no ha podido ser estable, porque nada es estable sino lo que descansa sobre fundamentos verdaderos y naturales. La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de una semejante lucha contra el imperio invencible del espacio y del tiempo.

El día que América meridional cantó:

Oíd, mortales, el grito sagrado:

¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

Oíd el ruido de rotas cadenas,

Ved en trono a la noble igualdad.

Ese día comenzó un cambio de que hasta hoy no ha tenido toda la conciencia. Un comentario pide este sublime grito de que hemos llenado toda la Tierra, para justificarlo bajo todo aspecto.

La emancipación no es un hecho simple: es el complejo de todas las libertades, que son infinitas y, como las virtudes, solidarias y correlativas; por mejor decir, no hay más que una libertad -la de la razón- con tantas fases como elementos tiene el espíritu humano. De modo que cuando todas estas libertades o fases de la libertad racional no existen a la vez, puede decirse que ninguna libertad existe propiamente. Es pues menester desenvolver la razón, y desenvolverla en todo sentido, para completar el cuadro de nuestras libertades. Tener libertad política y no tener libertad artística, filosófica, industrial, es tener libres los brazos y la cabeza encadenada. Ser libre no es meramente obrar según la razón, sino también pensar según la razón, creer según la razón, escribir según la razón, ver según la razón. Este elemento fundamental, substratum de todas las libertades, es lo que nos falta conquistar plenamente: la juventud no tiene otra misión.

Nuestros padres nos dieron una independencia material: a nosotros nos toca la conquista de una forma de civilización propia, la conquista del genio americano. Dos cadenas nos ataban a Europa: una material que tronó; otra inteligente que vive aún. Nuestros padres rompieron la una por la espada; nosotros romperemos la otra por el pensamiento. Esta nueva conquista deberá consumar nuestra emancipación. La espada, pues, en esta parte cumplió su misión. Nuestros padres llenaron la misión más gloriosa que un pueblo tiene que llenar en los días de su vida. Pasó la época homérica, la época heroica de nuestra revolución. El pensamiento es llamado a obrar hoy por el orden necesario de las cosas, si no se quiere hacer de la generación que asoma el pleonasmo de la generación que pasa. Nos resta qué conquistar, sin duda, pero no ya en sentido material. Pasó el reinado de la acción, entramos en el del pensamiento. Tendremos héroes, pero saldrán del seno de la filosofía. Una sien de la patria lleva ya los laureles de la guerra; la otra sien pide ahora los laureles del genio. La inteligencia americana quiere también su Bolívar, su San Martín. La filosofía americana, la política americana, el arte americano, la sociabilidad americana son otros tantos mundos que tenemos por conquistar.

Pero esta conquista inteligente quiere ser operada con tanta audacia como nuestros padres persiguieron la emancipación política. Porque es notable que, en las cosas del pensamiento, fueron ellos tan tímidos y rutineros como habían sido denodados en las cosas materiales. Este fenómeno no es nuevo, ni es incompatible con la naturaleza anómala del hombre.

Hemos tocado consideraciones fecundas, que los intereses de la emancipación americana quieren ver amplificadas vastamente: contraigámonos a la faz política.

Cuando la voluntad de un pueblo rompe las cadenas que la aprisionan, no es libre todavía. No es bastante tener brazos y pies para conducirse: se necesitan ojos. La libertad no reside en la sola voluntad, sino también en la inteligencia, en la moralidad, en la religiosidad, y en la materialidad. Tenemos ya una voluntad propia; nos falta una inteligencia propia. Un pueblo ignorante no es libre, porque no puede; un pueblo ilustrado no es libre porque no quiere. La inteligencia es la fuente de la libertad; la inteligencia emancipa a los pueblos y a los hombres. Inteligencia y libertad son cosas correlativas; o más bien, la libertad es la inteligencia misma. Los pueblos ciegos no son pueblos, porque no es pueblo todo montón de hombres, como no es ciudadano de una nación todo individuo de su seno. La ley civil que emancipa la mayoridad no es arbitraria, es una ley natural sancionada por la sociedad. Es la naturaleza, no la sociedad, quien la emancipa proveyéndola de toda la fuerza de voluntad, de actividad, y de inteligencia para ser libre. La filosofía debe absolver esta teoría practicada instintivamente por el buen sentido legislativo de todos los pueblos. En todas las edades, la humanidad no ha visto culpabilidad donde faltaba la razón.

La soberanía, pues, pertenece a la inteligencia. El pueblo es soberano cuando es inteligente. De modo que el progreso representativo es paralelo al progreso inteligente. De modo que la forma de gobierno es una cosa normal, un resultado fatal de la respectiva situación moral e intelectual de un pueblo; y nada tiene de arbitraria y discrecional: puesto que no está en que un pueblo diga "quiero ser república", sino que es menester que sea capaz de serlo. Hay, en la vida de los pueblos, edad teocrática, edad feudal, edad despótica, edad monárquica, edad aristocrática y, por fin, edad democrática. Esta filiación es normal, indestructible, superior a las voluntades y a los caprichos de los pueblos. Y no es otra cosa que la marcha progresiva del poder legislativo, del poder soberano, del poder inteligente, que principia por un individuo, y pasa sucesivamente a varios, a muchos, a una corta minoría, a una minoría mayor, a la mayoría, a la universalidad. Así un pueblo no ha venido a ser rey sino después de haber sido sucesivamente vasallo, cliente, plebeyo, pupilo, menor, etcétera. La democracia es, pues, como lo ha dicho Chateaubriand, la condición futura de la humanidad, y del pueblo. Pero adviértase que es la futura, y que el modo de que no sea futura, ni presente, es empeñarse en que sea presente, porque el medio más cabal de alejar un resultado, es acelerar su arribo con imprudente instancia. Difundir la civilización es acelerar la democracia: aprender a pensar, a adquirir, a producir, es reclutarse para la democracia. La idea engendra la libertad, la espada la realiza…

Si, pues, queremos ser libres, seamos antes dignos de serlo. La libertad no brota de un sablazo. Es el parto lento de la civilización. La libertad no es la conquista de un día: es uno de los fines de la humanidad, fin que jamás obtendrá sino relativamente; porque cuando se habla de libertad, como de todo elemento humano, se habla de más o menos. Porque la libertad jamás falta a un pueblo de una manera absoluta, y si le faltase absolutamente, perecería, porque la libertad es la vida. No se ha de confundir, pues, lo poco con la nada. De que un pueblo no sea absolutamente libre, no se ha de concluir que es absolutamente esclavo. Por lo mismo, la libertad no es impaciente. Es paciente, porque es inmortal. Es sufrida, porque es invencible. Las cosquillas y las susceptibilidades extremadas contrastan ridículamente con su indestructibilidad.

Existe pues un paralelismo fatal entre la libertad y la civilización, o más bien, hay un equilibrio indestructible entre todos los elementos de la civilización, y cuando no marchan todos, no marcha ninguno. El pueblo que quiera ser libre ha de ser industrial, artista, filósofo, creyente, moral. Suprímase uno de estos elementos, se vuelve a la barbarie. Suprímase la religión, se mutila al hombre. La religión es el fundamento más poderoso del desenvolvimiento humano. La religión es el complemento del hombre. La religión es la escarapela distintiva de la humanidad; es una aureola divina que corona su frente y la proclama soberana de la tierra.

Réstanos pues una gran mitad de nuestra emancipación, pero la mitad lenta, inmensa, costosa: la emancipación íntima, que viene del desarrollo inteligente. No nos alucinemos, no la consumaremos nosotros. Debemos sembrar para nuestros nietos. Seamos laboriosos con desinterés; leguemos para que nos bendigan. Digamos con Saint Simon: La edad de oro de la República Argentina no ha pasado: está adelante; está en la perfección del orden social. Nuestros padres no la han visto; nuestros hijos la alcanzarán un día; a nosotros nos toca abrir la ruta. Alborea en el fondo de la Confederación Argentina, esto es, en la idea de una soberanía nacional que reúna las soberanías provinciales, sin absorberlas, en la unidad panteísta, que ha sido rechazada por las ideas y las bayonetas argentinas.

Tal es pues nuestra misión presente: el estudio y el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma más adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático hacia las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego por su razón espontánea, de no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios importados y desnudos de toda originalidad nacional no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquéllas a que debían su origen exótico; que por tanto, un sistema propio nos era indispensable. Esta exigencia nos había sido ya advertida por eminentes publicistas extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle a nuevos ensayos, cuya apreciación es, sin disputa, una prerrogativa de la historia y de ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo el desarrollo a que están destinados, y que sería menester para hacer una justa apreciación. Entretanto, podemos decir que esta concepción no es otra cosa que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y filosófica de que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y del espacio. Bien pues: lo que el gran magistrado ha ensayado de practicar en la política, es llamada la juventud a ensayar en el arte, en la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos de nuestra vida americana, sin plagio, sin imitación, y únicamente en el íntimo y profundo estudio de nuestros hombres y de nuestras cosas.

La crítica podrá encontrar absurdas y débiles las consideraciones que preceden y que vienen, pero nada oficial, nada venal, nada egoísta, descubrirá en ellas (11). Son la filosofía, la reflexión libre y neutral aplicada al examen de nuestro orden de cosas, porque es ya tiempo de que la filosofía mueva sus labios. Es ya tiempo de que la nueva generación llamada por el orden regular de los sucesos a pronunciar un fallo, sin ser ingrata por los servicios que debe a sus predecesores, rompa altivamente toda solidaridad con sus faltas y extravíos. Que una gratitud mal entendida no la pierda: que lo pasado cargue con su responsabilidad. No más tutela doctrinaria que la inspección severa de nuestra historia próxima.

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(11) Algunos compatriotas egoístas, es decir, discípulos de Bentham, nos han creído vendidos cuando han visto estas ideas iniciadas en un prospecto. No es extraño que nos juzguen así los que no conocen en la conducta humana otro móvil que la utilidad. Los patriotas utilitarios, es decir, egoístas, es decir, no patriotas, no sirven a la patria por deber, sino por honores, por vanidad, por amor propio, esto es, por interés, por egoísmo. Nosotros, que no tenemos el honor de pertenecer a la escuela de Bentham, servimos a la patria por una impulsión desinteresada, y porque creemos que todo ciudadano tiene el deber de servirla: de suerte que, aun cuando en vez de recompensas no esperásemos más que desprecios (porque a veces la patria paga los servicios con desdenes), nosotros nos creeríamos siempre en el deber de servirla. Pero estos sacrificios no entran en las cabezas utilitarias. Su patriotismo egoísta dejaría arder diez veces la patria antes que salvarla al precio de una efímera ignominia. ¡Fuera lindo que los que se proponen desterrar de entre nosotros el dogma inmoral del egoísmo, comenzaran por venderse ellos mismos!

¡Oh! ¡Sin duda, que es dulce y grande el marchar en el sentido de las tendencias legítimas de los pueblos, en sus movimientos de libertad y emancipación, sobre todo, que son divinos y sagrados! Dichosos los que son llamados en momentos tan bellos. Pero el desarrollo social se opera alternativamente por movimientos activos y reactivos; y las represiones oportunas y justas son tan conducentes a los progresos de la libertad social como los impulsos más progresivos de sí mismos. Épocas hay en la vida de los pueblos destinadas alternativamente a esta doble función, y de ahí los momentos impulsivos y los momentos reactivos; nuestros padres llegaron en los primeros; a nosotros nos han tocado de los últimos. Todos los tiempos, todos los movimientos, todas las generaciones, conducen a un mismo fin -el desarrollo social-, pero no todos los caminos son igualmente brillantes. Hay siempre no sé qué de triste en toda misión reaccionaria, por justa que sea; y cuando por lo mismo debiera tener un título más de consideración el desgraciado que la llena, es casi siempre detestado; al paso que no hay un camino más corto para vestirse de gloria que presidir un movimiento directamente progresivo. Procede esto sin duda de que por lo común todos los movimientos humanos son excesivos, y la humanidad perdona más fácilmente los excesos progresivos que los excesos reaccionarios, porque casi siempre nacen aquellos de un sentimiento noble, y éstos de un sentimiento pérfido. Si toda reacción fuese justa, no sería odiosa; pero casi siempre es excesiva, y de ahí es que siempre es abominable…

lunes, 13 de septiembre de 2010

"Una Cualidad que no debe olvidarse"

IV (*)
El Amor es la cualidad más importante, por­que cuando es bastante fuerte en un hombre, lo estimula a revestirse de todas las demás, que sin ella nunca serían suficientes. Suele definirse el amor como un intenso deseo de unión con Dios y de liberación de la rueda de nacimientos y muertes. Pero este concepto del amor suena a egoísta e implica sólo una parte de su significa­do. El amor es más que deseo; es voluntad, reso­lución, determinación. Para producir este resul­tado, la resolución debe llenar vuestra natura­leza entera, hasta el punto de no dejar lugar para ningún otro sentimiento. Es, sin duda, la volun­tad de ser uno con Dios, no para escapar del su­frimiento y de la fatiga, sino a fin de que, en ra­zón de vuestro amor profundo hacia Él, podáis obrar con Él y como Él obra... Pues siendo Dios Amor, si queréis llegar a ser uno con Él, debéis también estar poseídos de amor y perfecto al­truismo.
En la vida diaria, esto significa dos cosas: pri­mera, que procuréis cuidadosamente no causar daño a ningún ser viviente; segunda, que siem­pre estéis alerta por si se presenta la oportunidad de ayudar.
Primero, no dañar. Hay tres pecados que causan en el mundo mayores males que todos los demás: maledicencia, crueldad y superstición, porque son pecados contra el amor. Si el hombre quiere henchir su corazón de amor divino, ha de vigilarlos y combatirlos constantemente.
Veamos los efectos de la maledicencia: Prin­cipia con el mal pensamiento, y esto en sí mismo es ya un crimen. Porque en todas las personas y en todas las cosas existe el bien y el mal. A cualquiera de éstos podemos prestarle fuerza, pensando en él, y por este medio ayudar o estor­bar la evolución; podemos hacer la voluntad del Logos o trabajar en contra de ella.
Si pensáis mal de otro, cometéis tres iniquida­des a un tiempo:
1a Llenáis el ambiente que os rodea de malos pensamientos en vez de buenos, y así aumentáis las tristezas del mundo.
2a Si en el ser en quien pensáis existe el mal que le atribuís, lo vigorizáis y alimentáis; y así, hacéis peor a vuestro hermano en vez de hacerlo mejor. Pero, si generalmente el mal no existe en él y tan sólo lo habéis imaginado, entonces vuestro maligno pensamiento tienta a vuestro hermano y lo induce a obrar mal, porque, si no es todavía perfecto, podéis convertirlo en aque­llo que de él habéis pensado.
3a Nutrís vuestra propia mente de malos en vez de buenos pensamientos, y así impedís vuestro propio desarrollo y os hacéis, a los ojos de quienes pueden ver, un objeto feo y repulsivo, en vez de bello y amable.
No contento con hacerse todo este daño y ha­cerlo a su víctima, el maldiciente procura con to­das sus fuerzas que los demás participen de su crimen. Les expone con vehemencia su chisme, con la esperanza de que lo crean, y entonces los convencidos cooperan con él, enviando malos pensamientos al pobre paciente. Y esto continúa día tras día, y no lo hace sólo una persona, sino miles. ¿Veis ahora cuán bajo, cuán terrible es este pecado? Procurad evitarlo en absoluto. No habléis jamás mal de nadie; negaos a escuchar a quien os hable mal de otro, y decidle, afectuo­samente: "Tal vez eso no sea verdad, y, aunque lo fuese, es mejor no hablar de ello".
(* extracto de "A los Pies del Maestro" de Jiddu Krishnamurti)