(...) Krause tiene connotaciones muchas veces geniales. Krause es menos riguroso que Hegel, por cierto, y carece de la formidable precisión de éste, pero tan apasionante es entrar en su mundo metafísico como lo es apreciar el fluir del pensamiento de otros románticos, como Schelling o de la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel. Pero puede considerarse que Krause reúne, generalmente edícticamente y muchas veces con bastante originalidad. –buena parte de los frutos del kantismo-. No es el más creador de los filósofos románticos, pero conjuga en su obra en su afán de armonizar diferencias y de sumar lo mejor del idealismo, -justamente, la esencia del pensamiento de su tiempo, que es una de las cumbres de la especulación filosófica de toda la historia de occidente-.
La filosofía de Krause responde, pues, a las líneas generales del idealismo romántico además, tal como lo configurarán Fichte y Schelling y lo desarrollará en todas sus últimas implicancias el sistema hegeliano. El punto de partida es el yo, como sujeto, como conciencia que se puede autoconocer. En definitiva, sólo esa conciencia subjetiva es cognoscible. Todo conocimiento reflexivo se centra, necesariamente en el conocimiento del yo, porque lo único que existe son las ideas sobre el mundo y no el mundo en sí. Lo que podemos conocer, es por lo tanto, un repertorio de “ideas” que tenemos sobre las cosas y no las cosas mismas. Todo ser existe en al conciencia del sujeto cognoscente. El mundo es, en verdad, para este idealismo post-kantiano la representación que tenemos de él. En este sentido el idealismo es racionalista, es decir, concibe a la razón como fundamental fuente de conocimiento.
Krause panteísta, o mejo, como él afirmaba “panenteísta” porque concibe no simplemente que todo es Dios, como en panteísmo tradicional, sino que “todo es en Dios”, diferencia demasiado sutil que a primera vista no parece muy importante. De cualquier modo en el panteísmo krausista se juzga a Dios como la única realidad inmanente, el único ser infinito que contiene a todos los demás seres, que son finitos y determinados. Esta contención es “armónica” libre y dirigida al propio tiempo. La metafísica panenteísta de Krause tiene similitudes y raíces con el racionalismo de Leibniz, que concibe a la realidad cósmica como una integrada y armoniosa maquinaria en la que cada cosa tiene un sentido y un destino determinados y en el que, optimistamente, todo funciona de la mejor manera posible y de acuerdo a la razón, geométricamente perfecta, porque es la razón de Dios desplegada.
La ética Krausista.
La ética de Krause se desenvuelve a partir de una concepción unitaria y orgánica de carácter metafísico. La discusión ética está expresamente asociada a la idea del universo, en su conjunto y del puesto del hombre en este último. Se trata de un subsistema de moral, dentro del sistema filosófico general. Este subsistema entraña una explicación global del “ser” de todas las cosas, y su apartado comprende el conjunto de exigencias y requisitos que debe reunir la conducta moral. Esta ética no podría sino oponerse, en el tiempo en que es asumida como propia por Hipólito Irigoyen, de manera absolutamente determinada, a las concepciones “extra- morales”, que como el positivismo del régimen co ntra el que luchaba el caudillo radical, supeditaban el proceder moral a la utilidad o al placer.
El “racionalismo armónico” de los krausistas está dirigido todo él hace la ética, que constituye algo así como su verdadera culminación. Se trata de una “ética social”, es decir, de una moral tendiente a una autorrealización del individuo en el marco de la organicidad de la estructura social. Como todo el sistema en su conjunto pretende la armonización de las más complejas y contradictorias realidades, ya que su finalidad es la conjunción de las oposiciones, indicando los rumbos que permitan el despliegue y el crecimiento de todas las potencialidades del hombre, en comunión con la naturaleza, con sus semejantes humanos, en definitiva con Dios, en un panenteísmo absoluto. Lograr esa comunión es el objeto de la normatividad moral, y alcanzarla constituye finalmente una vida de absoluta perfección.
Este eticismo, sustancia del krausismo es lo que se convirtió, en España primero, y en el Río de la Plata poco después, en su principal atractivo para la actividad política: La moral krausista resultaba aplicable a la práctica de la existencia social.
Siendo parte de Dios, la humanidad es libre y soberana en sus decisiones. Aunque corre el riesgo de vivir alucinada, desviada en sus conocimientos y en la conducta; a pesar de que le resulta difícil encontrar la armonía con el todo al que pertenece (la naturaleza divina) la humanidad ha sido dotada de conciencia y de razón. La ceguera humana aunque frecuente, no es incurable. Si Dios hace al hombre libre y responsable, el hombre puede desarrollar su actividad en al verdad, siempre que utilice la razón, pero también en el error, si no hace uso de la razón. La equivocación moral no es el mal en sí, porque lo malo es la ignorancia de la propia posibilidad que tiene el hombre en su autoconciencia y en su aturorrealización. Integridad, entereza, disciplina racional son las virtudes propias de una normatividad racional. La razón del hombre está consustanciada con su dignidad. Debe vivirse en armonía con la razón, porque Dios (que es todo) es fundamentalmente razón en su potestad ilimitada. El bien consiste en la integración absoluta, constante e infinita con Dios. ¿Y el mal? Como todos estamos “en Dios”, como todos formamos parte del organismo infinito, del que sólo somos “momentos”, partículas temporales y finitas, el mal está integrado al bien, es un momento parcial y finito del bien...: hasta tanto llega el afán armonizador de Krause.
Partiendo del “panteísmo” de Krause no puede desprenderse de la consideración de todas las realidades parciales, integrando el Ser Único. Nada puede haber, por lo tanto, fuera de ese único ser, todo es “en El”.
Todo es, de algún modo, bueno. Desde un punto de vista absoluto, no puede existir lo malo. El absoluto ser no es, ni puede ser, algo mal. Pero si en lo absoluto el mal es inconcebible, sí puede ser entendido en las relatividades momentáneas, en las finitudes de los circunstancia y transitorio. Krause explica esta conjunción de relatividades y absolutos (en ejemplos que repite Ahrens): supongamos que hay un homicidio. El matar es malo es un mal moral en la medida que ese mal se comete intencionadamente. Pero entones es mal sólo enfocado el homicidio desde un punto de vista relativo, porque si el punto de vista es integrado en el absoluto, la cuestión cambia totalmente. Una vez pasado el “momento mal”, es decir la “muerte”; en tanto sólo es considerada como muerte, y sin tener en cuanta su origen o la intencionalidad de dicho origen, la muerte deja de ser mala, porque sucede como conformándose a necesariedad absoluta de armonías vitales integradas en los absolutos. La acción de matar es un mal, en el momento relativo, en lo finito. Una vez vista la cuestión desde el panteísmo absoluto, todo mal es efectuado conforme a esta ley de necesariedad absoluta, y se disuelve en el absoluto, que es el único ser y que es bueno por esencia. El mal, así visto, es siempre transitorio, y sólo existe en los momentos finitos. Pero esta suma de finitos es lo que conforma la evolución de la vida.
El mal niega la vida, pero es a su vez negado por la ley necesaria de la evolución de la vida, que se va integrando hacia la instauración definitiva del bien puro y absoluto. La Ética es, en este sentido una “ciencia de la vida humana” individual y colectiva. El objeto de la ética se establece en qué medida el bien absoluto se integra en el ser humano, de qué modo es posible que el ser finito que es el hombre, y la sociedad humana (obviamente también finita) se actualicen en Dios, esto es en el absoluto ideal. La moral no es tanto un conjunto de reglas, de mandamientos y de prohibiciones, según Krause, sino más bien la ciencia que persigue encontrar las formas en que se desenvuelve plenamente el potencial racional del hombre. Estas potencialidades humanas equivalen, desarrolladas en su totalidad, a la definición de una conducta humana. La conducta es, pues, moral, en la medida que sea el desenvolvimiento de todas las capacidades racionales del hombre.
El “imperativo categórico” de Kant: “Condúcete de tal modo como si cada uno de tus actos respondiera a una regla universal de la Naturaleza”, no puede dejar de tener ecos claros en el pensamiento de Krause, que muchas veces se jactaba de ser su auténtico continuados e intérprete. La fórmula krausista es “Quiere y haz el bien como tal bien” más allá de la utilidad que representen los actos en su apariencia, y más allá del premio o la sanción que te beneficien o que te condenen.
Pero el bien, sin perjuicio de la reformulación krausista del imperativo de Kant, es según el filósofo de Irigoyen, el desarrollo pleno integrador, total de nuestra auténtica personalidad, en armonía con los demás semejantes, con al Humanidad, con la Naturaleza, y con el Cosmos en sus últimas instancias[1]
La ética es indiferenciable del derecho, tanto para Krause como para los románticos idealistas alemanes. Kant hacía una distinción formal entre ambas disciplinas. La moral se refiere, para él, a los actos internos, y su ámbito es el de la conciencia individual. Pero el derecho se desenvuelve en la práctica externa, esto es en el contacto de la conducta individual con los otros individuos, en la vida social, en la configuración del ciudadano y el Estado. El derecho, según la concepción kantiana, es el conjunto de normas condicionales que limitan la libertad de nuestras acciones externas con las esferas de la libertad de los demás. Más que de limitaciones, pareciera en realidad tratarse de armonizaciones, de formas, coexistencia de la libertad de cada uno con la libertad del prójimo, conforme a una ley previa y general de la libertad.
Krause en su panteísmo, eleva esta armonía hasta sus máximos puntos especulativos. El derecho y la ética se identifican, en una especie de organización de la vida interna de Dios. Se trata de relaciones entre los diversos seres limitados y finitos que forman parte del gran Absoluto Superior, que es Dios. El derecho, consecuentemente, debe entenderse como una extensión a todo el ámbito del Dios totalizador, tal como lo concibe el panteísmo krausista. Se refleja, pues, en todos los seres, subhumanos o humanos. El orden divino está organizado conforme a los principios de armonización de la Naturaleza, en el mundo social y en el mundo de las libertades individuales.
El derecho conjuga “las relaciones orgánicas de determinación de acción e influencia recíprocas en las que existe y se desenvuelve el mundo moral y social”[2]. Hay, entonces, un derecho del hombre, como individuo, que sería el conjunto de condiciones, (dependientes de la libertad de cada uno integrada a la libertad de sus semejantes) que son necesarias para al realización del fin del hombre en esta vida. Una realización que, como se ha visto, consiste en la integración armónica con la Naturaleza y con Dios. Pero también hay un derecho de la humanidad que es necesario para la consecución del fin de la humanidad. Este derecho de la humanidad es una estructuración de todos los hombres libremente conjugados.
Pero entre el hombre como individuo, y la humanidad como estructura, existen organismos intermedios, que son las personas llamadas “morales”. Las “personas morales” (algo parecido a lo que en derecho se llamarían personas jurídicas, o personas de existencia no física, o de existencia ideal) no son, según Krause una mera ficción, una abstracción jurídica. Tienen una realidad objetiva, son auténticos organismo con vida propia, más allá de los individuos humanos que las componen. Son como las personas individuales y físicas. Su personalidad jurídica no resulta de una construcción legal, de una concesión del derecho positivo, sino una auténtica exigencia connatural a su propia realidad orgánica. Concebido el desarrollo social como un crecimiento orgánico, del individuo hacia la humanidad, se van constituyendo organismos más complejos, como ocurre con el mundo biológico.
Hay una especie de evolución social hacia organismos más complejos que nace en las relaciones interindividuales como el amor y la amistad, sigue en las relaciones grupales (la familia, la tribu, las corporaciones), y luego van conformando a los pueblos, las naciones y las uniones de naciones, hasta llegar finalmente a la humanidad.
Esta concepción krausista es el origen de lo que se llama la doctrina organicista del derecho, de la sociedad y del Estado, cuyos representantes más conspicuos fueron en Bélgica Ahrens y Tieberghen. Francisco Ginés de los Ríos conceptúa a la persona social como la “unión de individuos” que realizan una cooperación orgánica, una vida común –ora intuitiva, ora reflexivamente, ya se propongan un solo fin, ya todos. Con estas condiciones van constituyendo una verdadera persona que tiene su propia realidad y unidad, su propio espíritu y conciencia común (el sentido de una familia, el espíritu de una corporación, la opinión pública, etc.) sus fuerzas y sus medios de acción propios. De aquí también que les corresponda su propio derecho, que no dimana de los miembros que la forma, ni de la esfera social inmediatamente superior a la que ella a su vez pertenezca... Y sigue diciendo Ginés que “es una infracción del derecho la facultad que el Estado Nacional suele arrogarse, ya de conceder o negar la autorización para que se forme dicha clase de personas jurídicas o morales, y la de limitar su derecho a vivir sometiendo el reconocimiento de su existencia a condiciones arbitrarias y hasta absurdas. Se ha pretendido justificar esta injerencia ora por razones de las llamadas “políticas” o de estado, ora por otras no menos infundadas. Tal es la de suponer que la persona moral no tiene propia realidad y que es una mera ficción, cuyo valor depende por entero de la concesión graciosa de los poderes públicos”[3].
El Estado, es para el krausismo, una de estas personas morales, la suprema y más integradora de todas. Es un órgano de derecho, que tiene por objeto mantener el equilibrio y la armonía entre todos los demás órganos que lo integran, entre los hombres como individuos y entre las personas colectivas morales. En palabras del propio Krause, “mantiene a todo individuo, a toda familia, a todo pueblo en la integridad de su personalidad y actividad legítima, y asegura las relaciones de una con otras personas según derecho”.
Pero el estado no es un ente absoluto, no es la culminación de las integraciones orgánicas, sino simplemente es una etapa que respeta y armoniza los intereses de los órganos que lo componen. La concepción krausista del Estado es, como ocurre muchas veces en su filosofía ecléctica, comprehensiva de otras filosofías de su tiempo, pero tiene una sorprendente actualidad, y puede ser asimilada en términos políticos contemporáneos a la idea de un Estado democrático promotor y planificador, en una sociedad descentralizada. El Estado es, en ella, un medio que garantiza las libertades individuales y colectivas, para que cada órgano que lo integra desarrolle sin trabas sus posibilidades de realización. Pero no se limita a esta función negativa, meramente tutelar como el del Estado gendarme de los liberales a “outrance”. Cumple, en cambio una faena de fomento, de organización federativa, que no oprime ni aniquila a los destinos y fuerzas sociales, pero las dirige, las orienta y las apoya.
La sociedad que se organiza con el Estado, se conforma en una federación de las asociaciones particulares. Este organismo, suma integradora de órganos, que constituye una federación, no tiene una jerarquía superior a las asociaciones que la componen, y cada una de ellas mantiene intacta su autonomía. El Estado es in instrumento que realiza y garantiza la realización del derecho. Pero más importantes que el Estado, desde el punto de vista de la ética social, son las “asociaciones de finalidad universal” como las “naciones”, que son entes permanentes e inevitables. El desarrollo de esta idea federativa lleva a una federación de naciones, una verdadera federación mundial, que no niega ni rechaza y que por el contrario admite y fomenta las peculiaridades y autonomías de cada nación. Es el pluralismo armonizado en la unidad, a que conduce indefectiblemente el panenteísmo.
El Estado forzosamente debe ser de derecho, un organismo democrático-participativo y representativo. No hay Estado si no se realiza en la plenitud del derecho y la moral. Que organice solidariamente a los individuos, a las familias, a las demás entidades intermedias asociativas, a los pueblos y en fin a la Nación, pero los respeta y exalta. El despliegue de esta gradual armonización de libertades se autorrealiza y desemboca en la gran utopía de un Estado universal. Cuando éste se construya “entonces se realizará un Estado verdaderamente público, y se cumplirá el ideal del derecho y de la justicia en la humanidad. Las penas cesarán juntamente con los delitos, la guerra desaparecerá con la inseguridad interior y exterior y reinará sobre todos los pueblos, en un proceso gradual, una ley un tribunal supremo”.
El Estado krausista, como se ve, se asimila más a la idea que de él tiene Kant: es democrático, liberal, pero impulsor y armonizador de todos los intereses particulares; y se distancia de la concepción hegeliana cuyas connotaciones totalitarias has sido tantas veces denunciadas aunque muchas veces con exageración.
[1] La cuestión ética considerada como desarrollo de las potencias de la personalidad individual tiene su origen en el pensamiento socrático, y está vinculada a las doctrinas pedagógicas de los krausistas españoles, especialmente Francisco Ginés de los Ríos, que concibe la labor pedagógica como el impulso que debe dársele a la libre iniciativa del individuo. Enseñar, es, para el gran maestro español, posibilitar el desarrollo auténtico de todas las esencias personales, en un proceso de autorrealización. Más adelante, cuando nos refiramos a las influencias del krausismo en la noción de Universidad Autónoma, y en los principios de la Reforma Universitaria de 1918, como igualmente a los programas educativos de Vergara, nos detendremos con más detalle y extensión en estos temas, que son muy definitorios de la personalidad de Hipólito Irigoyen.
[2] Ahrens: “Curso de Derecho Natural”.
[3] Francisco Ginés de los Ríos: “Resumen de la Filosofía del Derecho”.
La filosofía de Krause responde, pues, a las líneas generales del idealismo romántico además, tal como lo configurarán Fichte y Schelling y lo desarrollará en todas sus últimas implicancias el sistema hegeliano. El punto de partida es el yo, como sujeto, como conciencia que se puede autoconocer. En definitiva, sólo esa conciencia subjetiva es cognoscible. Todo conocimiento reflexivo se centra, necesariamente en el conocimiento del yo, porque lo único que existe son las ideas sobre el mundo y no el mundo en sí. Lo que podemos conocer, es por lo tanto, un repertorio de “ideas” que tenemos sobre las cosas y no las cosas mismas. Todo ser existe en al conciencia del sujeto cognoscente. El mundo es, en verdad, para este idealismo post-kantiano la representación que tenemos de él. En este sentido el idealismo es racionalista, es decir, concibe a la razón como fundamental fuente de conocimiento.
Krause panteísta, o mejo, como él afirmaba “panenteísta” porque concibe no simplemente que todo es Dios, como en panteísmo tradicional, sino que “todo es en Dios”, diferencia demasiado sutil que a primera vista no parece muy importante. De cualquier modo en el panteísmo krausista se juzga a Dios como la única realidad inmanente, el único ser infinito que contiene a todos los demás seres, que son finitos y determinados. Esta contención es “armónica” libre y dirigida al propio tiempo. La metafísica panenteísta de Krause tiene similitudes y raíces con el racionalismo de Leibniz, que concibe a la realidad cósmica como una integrada y armoniosa maquinaria en la que cada cosa tiene un sentido y un destino determinados y en el que, optimistamente, todo funciona de la mejor manera posible y de acuerdo a la razón, geométricamente perfecta, porque es la razón de Dios desplegada.
La ética Krausista.
La ética de Krause se desenvuelve a partir de una concepción unitaria y orgánica de carácter metafísico. La discusión ética está expresamente asociada a la idea del universo, en su conjunto y del puesto del hombre en este último. Se trata de un subsistema de moral, dentro del sistema filosófico general. Este subsistema entraña una explicación global del “ser” de todas las cosas, y su apartado comprende el conjunto de exigencias y requisitos que debe reunir la conducta moral. Esta ética no podría sino oponerse, en el tiempo en que es asumida como propia por Hipólito Irigoyen, de manera absolutamente determinada, a las concepciones “extra- morales”, que como el positivismo del régimen co ntra el que luchaba el caudillo radical, supeditaban el proceder moral a la utilidad o al placer.
El “racionalismo armónico” de los krausistas está dirigido todo él hace la ética, que constituye algo así como su verdadera culminación. Se trata de una “ética social”, es decir, de una moral tendiente a una autorrealización del individuo en el marco de la organicidad de la estructura social. Como todo el sistema en su conjunto pretende la armonización de las más complejas y contradictorias realidades, ya que su finalidad es la conjunción de las oposiciones, indicando los rumbos que permitan el despliegue y el crecimiento de todas las potencialidades del hombre, en comunión con la naturaleza, con sus semejantes humanos, en definitiva con Dios, en un panenteísmo absoluto. Lograr esa comunión es el objeto de la normatividad moral, y alcanzarla constituye finalmente una vida de absoluta perfección.
Este eticismo, sustancia del krausismo es lo que se convirtió, en España primero, y en el Río de la Plata poco después, en su principal atractivo para la actividad política: La moral krausista resultaba aplicable a la práctica de la existencia social.
Siendo parte de Dios, la humanidad es libre y soberana en sus decisiones. Aunque corre el riesgo de vivir alucinada, desviada en sus conocimientos y en la conducta; a pesar de que le resulta difícil encontrar la armonía con el todo al que pertenece (la naturaleza divina) la humanidad ha sido dotada de conciencia y de razón. La ceguera humana aunque frecuente, no es incurable. Si Dios hace al hombre libre y responsable, el hombre puede desarrollar su actividad en al verdad, siempre que utilice la razón, pero también en el error, si no hace uso de la razón. La equivocación moral no es el mal en sí, porque lo malo es la ignorancia de la propia posibilidad que tiene el hombre en su autoconciencia y en su aturorrealización. Integridad, entereza, disciplina racional son las virtudes propias de una normatividad racional. La razón del hombre está consustanciada con su dignidad. Debe vivirse en armonía con la razón, porque Dios (que es todo) es fundamentalmente razón en su potestad ilimitada. El bien consiste en la integración absoluta, constante e infinita con Dios. ¿Y el mal? Como todos estamos “en Dios”, como todos formamos parte del organismo infinito, del que sólo somos “momentos”, partículas temporales y finitas, el mal está integrado al bien, es un momento parcial y finito del bien...: hasta tanto llega el afán armonizador de Krause.
Partiendo del “panteísmo” de Krause no puede desprenderse de la consideración de todas las realidades parciales, integrando el Ser Único. Nada puede haber, por lo tanto, fuera de ese único ser, todo es “en El”.
Todo es, de algún modo, bueno. Desde un punto de vista absoluto, no puede existir lo malo. El absoluto ser no es, ni puede ser, algo mal. Pero si en lo absoluto el mal es inconcebible, sí puede ser entendido en las relatividades momentáneas, en las finitudes de los circunstancia y transitorio. Krause explica esta conjunción de relatividades y absolutos (en ejemplos que repite Ahrens): supongamos que hay un homicidio. El matar es malo es un mal moral en la medida que ese mal se comete intencionadamente. Pero entones es mal sólo enfocado el homicidio desde un punto de vista relativo, porque si el punto de vista es integrado en el absoluto, la cuestión cambia totalmente. Una vez pasado el “momento mal”, es decir la “muerte”; en tanto sólo es considerada como muerte, y sin tener en cuanta su origen o la intencionalidad de dicho origen, la muerte deja de ser mala, porque sucede como conformándose a necesariedad absoluta de armonías vitales integradas en los absolutos. La acción de matar es un mal, en el momento relativo, en lo finito. Una vez vista la cuestión desde el panteísmo absoluto, todo mal es efectuado conforme a esta ley de necesariedad absoluta, y se disuelve en el absoluto, que es el único ser y que es bueno por esencia. El mal, así visto, es siempre transitorio, y sólo existe en los momentos finitos. Pero esta suma de finitos es lo que conforma la evolución de la vida.
El mal niega la vida, pero es a su vez negado por la ley necesaria de la evolución de la vida, que se va integrando hacia la instauración definitiva del bien puro y absoluto. La Ética es, en este sentido una “ciencia de la vida humana” individual y colectiva. El objeto de la ética se establece en qué medida el bien absoluto se integra en el ser humano, de qué modo es posible que el ser finito que es el hombre, y la sociedad humana (obviamente también finita) se actualicen en Dios, esto es en el absoluto ideal. La moral no es tanto un conjunto de reglas, de mandamientos y de prohibiciones, según Krause, sino más bien la ciencia que persigue encontrar las formas en que se desenvuelve plenamente el potencial racional del hombre. Estas potencialidades humanas equivalen, desarrolladas en su totalidad, a la definición de una conducta humana. La conducta es, pues, moral, en la medida que sea el desenvolvimiento de todas las capacidades racionales del hombre.
El “imperativo categórico” de Kant: “Condúcete de tal modo como si cada uno de tus actos respondiera a una regla universal de la Naturaleza”, no puede dejar de tener ecos claros en el pensamiento de Krause, que muchas veces se jactaba de ser su auténtico continuados e intérprete. La fórmula krausista es “Quiere y haz el bien como tal bien” más allá de la utilidad que representen los actos en su apariencia, y más allá del premio o la sanción que te beneficien o que te condenen.
Pero el bien, sin perjuicio de la reformulación krausista del imperativo de Kant, es según el filósofo de Irigoyen, el desarrollo pleno integrador, total de nuestra auténtica personalidad, en armonía con los demás semejantes, con al Humanidad, con la Naturaleza, y con el Cosmos en sus últimas instancias[1]
La ética es indiferenciable del derecho, tanto para Krause como para los románticos idealistas alemanes. Kant hacía una distinción formal entre ambas disciplinas. La moral se refiere, para él, a los actos internos, y su ámbito es el de la conciencia individual. Pero el derecho se desenvuelve en la práctica externa, esto es en el contacto de la conducta individual con los otros individuos, en la vida social, en la configuración del ciudadano y el Estado. El derecho, según la concepción kantiana, es el conjunto de normas condicionales que limitan la libertad de nuestras acciones externas con las esferas de la libertad de los demás. Más que de limitaciones, pareciera en realidad tratarse de armonizaciones, de formas, coexistencia de la libertad de cada uno con la libertad del prójimo, conforme a una ley previa y general de la libertad.
Krause en su panteísmo, eleva esta armonía hasta sus máximos puntos especulativos. El derecho y la ética se identifican, en una especie de organización de la vida interna de Dios. Se trata de relaciones entre los diversos seres limitados y finitos que forman parte del gran Absoluto Superior, que es Dios. El derecho, consecuentemente, debe entenderse como una extensión a todo el ámbito del Dios totalizador, tal como lo concibe el panteísmo krausista. Se refleja, pues, en todos los seres, subhumanos o humanos. El orden divino está organizado conforme a los principios de armonización de la Naturaleza, en el mundo social y en el mundo de las libertades individuales.
El derecho conjuga “las relaciones orgánicas de determinación de acción e influencia recíprocas en las que existe y se desenvuelve el mundo moral y social”[2]. Hay, entonces, un derecho del hombre, como individuo, que sería el conjunto de condiciones, (dependientes de la libertad de cada uno integrada a la libertad de sus semejantes) que son necesarias para al realización del fin del hombre en esta vida. Una realización que, como se ha visto, consiste en la integración armónica con la Naturaleza y con Dios. Pero también hay un derecho de la humanidad que es necesario para la consecución del fin de la humanidad. Este derecho de la humanidad es una estructuración de todos los hombres libremente conjugados.
Pero entre el hombre como individuo, y la humanidad como estructura, existen organismos intermedios, que son las personas llamadas “morales”. Las “personas morales” (algo parecido a lo que en derecho se llamarían personas jurídicas, o personas de existencia no física, o de existencia ideal) no son, según Krause una mera ficción, una abstracción jurídica. Tienen una realidad objetiva, son auténticos organismo con vida propia, más allá de los individuos humanos que las componen. Son como las personas individuales y físicas. Su personalidad jurídica no resulta de una construcción legal, de una concesión del derecho positivo, sino una auténtica exigencia connatural a su propia realidad orgánica. Concebido el desarrollo social como un crecimiento orgánico, del individuo hacia la humanidad, se van constituyendo organismos más complejos, como ocurre con el mundo biológico.
Hay una especie de evolución social hacia organismos más complejos que nace en las relaciones interindividuales como el amor y la amistad, sigue en las relaciones grupales (la familia, la tribu, las corporaciones), y luego van conformando a los pueblos, las naciones y las uniones de naciones, hasta llegar finalmente a la humanidad.
Esta concepción krausista es el origen de lo que se llama la doctrina organicista del derecho, de la sociedad y del Estado, cuyos representantes más conspicuos fueron en Bélgica Ahrens y Tieberghen. Francisco Ginés de los Ríos conceptúa a la persona social como la “unión de individuos” que realizan una cooperación orgánica, una vida común –ora intuitiva, ora reflexivamente, ya se propongan un solo fin, ya todos. Con estas condiciones van constituyendo una verdadera persona que tiene su propia realidad y unidad, su propio espíritu y conciencia común (el sentido de una familia, el espíritu de una corporación, la opinión pública, etc.) sus fuerzas y sus medios de acción propios. De aquí también que les corresponda su propio derecho, que no dimana de los miembros que la forma, ni de la esfera social inmediatamente superior a la que ella a su vez pertenezca... Y sigue diciendo Ginés que “es una infracción del derecho la facultad que el Estado Nacional suele arrogarse, ya de conceder o negar la autorización para que se forme dicha clase de personas jurídicas o morales, y la de limitar su derecho a vivir sometiendo el reconocimiento de su existencia a condiciones arbitrarias y hasta absurdas. Se ha pretendido justificar esta injerencia ora por razones de las llamadas “políticas” o de estado, ora por otras no menos infundadas. Tal es la de suponer que la persona moral no tiene propia realidad y que es una mera ficción, cuyo valor depende por entero de la concesión graciosa de los poderes públicos”[3].
El Estado, es para el krausismo, una de estas personas morales, la suprema y más integradora de todas. Es un órgano de derecho, que tiene por objeto mantener el equilibrio y la armonía entre todos los demás órganos que lo integran, entre los hombres como individuos y entre las personas colectivas morales. En palabras del propio Krause, “mantiene a todo individuo, a toda familia, a todo pueblo en la integridad de su personalidad y actividad legítima, y asegura las relaciones de una con otras personas según derecho”.
Pero el estado no es un ente absoluto, no es la culminación de las integraciones orgánicas, sino simplemente es una etapa que respeta y armoniza los intereses de los órganos que lo componen. La concepción krausista del Estado es, como ocurre muchas veces en su filosofía ecléctica, comprehensiva de otras filosofías de su tiempo, pero tiene una sorprendente actualidad, y puede ser asimilada en términos políticos contemporáneos a la idea de un Estado democrático promotor y planificador, en una sociedad descentralizada. El Estado es, en ella, un medio que garantiza las libertades individuales y colectivas, para que cada órgano que lo integra desarrolle sin trabas sus posibilidades de realización. Pero no se limita a esta función negativa, meramente tutelar como el del Estado gendarme de los liberales a “outrance”. Cumple, en cambio una faena de fomento, de organización federativa, que no oprime ni aniquila a los destinos y fuerzas sociales, pero las dirige, las orienta y las apoya.
La sociedad que se organiza con el Estado, se conforma en una federación de las asociaciones particulares. Este organismo, suma integradora de órganos, que constituye una federación, no tiene una jerarquía superior a las asociaciones que la componen, y cada una de ellas mantiene intacta su autonomía. El Estado es in instrumento que realiza y garantiza la realización del derecho. Pero más importantes que el Estado, desde el punto de vista de la ética social, son las “asociaciones de finalidad universal” como las “naciones”, que son entes permanentes e inevitables. El desarrollo de esta idea federativa lleva a una federación de naciones, una verdadera federación mundial, que no niega ni rechaza y que por el contrario admite y fomenta las peculiaridades y autonomías de cada nación. Es el pluralismo armonizado en la unidad, a que conduce indefectiblemente el panenteísmo.
El Estado forzosamente debe ser de derecho, un organismo democrático-participativo y representativo. No hay Estado si no se realiza en la plenitud del derecho y la moral. Que organice solidariamente a los individuos, a las familias, a las demás entidades intermedias asociativas, a los pueblos y en fin a la Nación, pero los respeta y exalta. El despliegue de esta gradual armonización de libertades se autorrealiza y desemboca en la gran utopía de un Estado universal. Cuando éste se construya “entonces se realizará un Estado verdaderamente público, y se cumplirá el ideal del derecho y de la justicia en la humanidad. Las penas cesarán juntamente con los delitos, la guerra desaparecerá con la inseguridad interior y exterior y reinará sobre todos los pueblos, en un proceso gradual, una ley un tribunal supremo”.
El Estado krausista, como se ve, se asimila más a la idea que de él tiene Kant: es democrático, liberal, pero impulsor y armonizador de todos los intereses particulares; y se distancia de la concepción hegeliana cuyas connotaciones totalitarias has sido tantas veces denunciadas aunque muchas veces con exageración.
[1] La cuestión ética considerada como desarrollo de las potencias de la personalidad individual tiene su origen en el pensamiento socrático, y está vinculada a las doctrinas pedagógicas de los krausistas españoles, especialmente Francisco Ginés de los Ríos, que concibe la labor pedagógica como el impulso que debe dársele a la libre iniciativa del individuo. Enseñar, es, para el gran maestro español, posibilitar el desarrollo auténtico de todas las esencias personales, en un proceso de autorrealización. Más adelante, cuando nos refiramos a las influencias del krausismo en la noción de Universidad Autónoma, y en los principios de la Reforma Universitaria de 1918, como igualmente a los programas educativos de Vergara, nos detendremos con más detalle y extensión en estos temas, que son muy definitorios de la personalidad de Hipólito Irigoyen.
[2] Ahrens: “Curso de Derecho Natural”.
[3] Francisco Ginés de los Ríos: “Resumen de la Filosofía del Derecho”.
(*) de “El radicalismo y la ética social”, Osvaldo Álvarez Guerrero.
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