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martes, 9 de agosto de 2011

La causa de la igualdad en un mundo incierto.

de Zygmunt Bauman*
Liberadas de la rienda de la política y de las coacciones locales, la rápida globalización y la creciente economía extraterritorial producen brechas cada vez más grandes entre los ingresos de los sectores más ricos y los más pobres de la población mundial, y dentro de cada sociedad. Además, hay porciones cada vez más grandes de la población que no sólo se ven arrojadas a una vida de pobreza, miseria y destitución, sino que por añadidura se encuentran expulsadas de lo que ha sido socialmente reconocido como un trabajo útil y económicamente racional, convirtiéndose así en prescindibles en lo social y en lo económico.
Según el informe más recientes del proyecto de desarrollo de las Naciones Unidas (tal como apareció en Le monde el 10 de septiembre de 1998), mientras que el consumo global de bienes y servicios fue en 1997 el doble que en 1975 y semultiplicó seis veces desde 1950, hay mil millones de personas “que no pueden satisfacer siquiera sus necesidades elementales”. Entre los 4.500 millones de habitantes de los países (en vías de desarrollo), 3 de cada 5 no tienen acceso a infraestructuras básicas: un tercio no tiene acceso al agua potable, un cuarto no tiene viviendas que merezcan ese nombre, un quinto carece de servicios sanitarios y médicos. Uno de cada 5 niños tiene menos de 5 años de instrucción de cualquier tipo, y una proporción similar padece desnutrición parecido. En 70 u 80 delos cien países (en desarrollo) el ingreso medio per cápita de la población es actualmente inferior al de hace 10 años e incluso 30 años atrás: 120 millones de personas viven con menos de un dólar por día.
Al mismo tiempo, en los Estados Unidos, que es por lejos el país más rico del mundo y la patria de la gente más rica del mundo, el 16,5 por cien de la población vive en la pobreza; un quinto de los adultos no sabe leer ni escribir, en tanto el 13 por ciento tiene una expectativa de vida inferior a los 60 años.
Por otra parte, los hombres más ricos del globo tiene un patrimonio privado mayor que la suma de los productos nacionales de los 40 y 80 países más pobres; la fortuna de las 15 personas más ricas excede el total de producto de toda África Subsahariana. Según el informe, menos del 4% de la riqueza de las 225 personas más ricas bastaría para brindar a los pobres del mundo acceso a cuidados sanitarios y educativas elementales, así como una nutrición adecuada.
Los efectos de esta preocupante tendencia contemporánea han sido ampliamente examinados y debatidos, aunque, por razones que ya deberían entenderse perfectamente, se han tomado muy pocas medidas destinadas a contrarrestarlos, salvo algunas ad hoc, poco definidas y fragmentarias, y no se ha hecho nada por detener la tendencia. Esta reiterada historia de preocupación e inacción ha sido contada y vuelta a contar muchas veces, sin ningún beneficio visible hasta el momento. No tengo la intención de repetir la historia una vez más, sino más bien de cuestionar el encuadre cognitivo y el conjunto de valores con los que la ha evaluado; un encuadre y un conjunto que impiden la plena comprensión de la gravedad de la situación y, por lo tanto, tampoco permiten la búsqueda de alternativas factibles.
El encuadre cognitivo en que suele situarse todo debate sobre la creciente pobreza es puramente económico (en sentido de “economía” primordialmente como la suma de transacciones mediadas por el dinero): el encuadre de la distribución de la riqueza y los ingresos y de acceso a un empleo remunerado. Ocasionalmente, suele expresarse además cierta preocupación por la seguridad del orden social, aunque casi nunca —y con razón— en voz alta, ya que algunas mentes agudas podrían ver en la terrible situación de los pobres contemporáneos una amenaza tangible de rebelión. Ni el encuadre cognitivo ni la escala de valores son erróneos en sí mismo. Más precisamente, no son erróneos en lo que denotan, sino en lo que glosan en silencio y ocultan a la vista.
Uno de los hechos suprimidos es el rol que desempeñan nuevos pobres en la reproducción y la vigorización en la clase de orden global que es la causa misma de su indigencia y del “miedo ambiente” que vuelve desdichadas las vidas de todos los demás; otro es el grado en el que la auto perpetuación del orden global depende de esa indigencia y de ese miedo en el ambiente. Karl Marx en la época de emergencia del capitalismo salvaje, todavía no domesticado, todavía demasiado iletrado, como para descifrar los mensajes escritos en los muros, dijo que los trabajadores no pueden liberarse sin liberar al resto de la sociedad. Podría decirse ahora, en la época del capitalismo triunfante, que ya no presta atención a los mensajes escritos en los muros (ni a los muros mismos) que el resto de la sociedad humana no puede liberarse del su “miedo ambiente” ni de su impotencia si su parte más pobre no es liberada de sus penurias. Sacar a los pobres de su pobreza no es tan sólo un asunto de caridad, conciencia y deber ético, sino una condición indispensable (aunque meramente preliminar) para reconstruir una República de ciudadanos libres a partir de la tierra baldía del mercado global.
Para decirlo brevemente: la presencia de un gran ejército de pobres y la publicidad dada a su escandalosa situación son un factor de contrapeso de gran importancia para el orden existente. Cuanto mayores sean la indigencia y la deshumanización de los pobres del mundo y de los de la calle de al lado, y cuanta más se las muestre, tanto mejor desempeñarán en un drama que ellos no escribieron y en el que no se postularon como actores.
En otras épocas, la gente era inducida a soportaron docilidad su destino mediante imágenes, vívidamente pintadas, del infierno, siempre presto a tragarse a cualquier culpable de rebeldía. Como todas las cosas sobrenaturales y eternas, el inframundo dedicado a conseguir un efecto similar ha sido traído a la tierra, firmemente situado de los confines de la vida terrenal y presentado de manera de permitir un consumo instantánea. Los pobres son EL OTRO de los asustados consumidores... el Otro que, por una vez, es verdadera y plenamente el infierno. En un aspecto vital, los pobres son aquellos que el resto querría ser (aunque no se atreven): seres libres de la incertidumbre. Pero la incertidumbre que les toca viene bajo la forma de enfermedades, crímenes y calles infectadas por la droga (eso si les toca vivir en Washington DC), o de una lenta muerte por desnutrición (si viven en Sudán). La lección que aprendemos de los pobres es que la certidumbre debe ser más temida que la destetada incertidumbre, y que el castigo por rebelarse al sufrimiento provocado por al incertidumbre cotidiana es inmediato y despiadado.
La imagen de los pobres mantiene a raya a los no pobres y, de ese modo, perpetúa su vida de incertidumbre. Los insta a tolerar con resignación esa incesante “flexibilización” del mundo. La visión de los pobres encarcela la imaginación de los no pobres y les ata las manos. No se atreven a imaginar un mundo diferente; tiene buen cuidado de no hacer ningún intento de cambiar el que existe. Mientras esta situación se mantenga hay poquísimas —por no decir ninguna— posibilidad de que exista y una sociedad autónoma, auto constituida, de la república y de los ciudadanos.
Esta es una buena razón para que la economía política de la incertidumbre incluya, en calidad de ingrediente indispensable, el “problema de los pobres”, considerándolo alternativamente como tema de la ley y el orden o como objeto de preocupación humanitaria... pero solamente en una de esas dos representaciones. Cuando se emplea la primera representación, la condenación popular de los pobres —como depravados más que como carenciados— se asemeja tanto como es posible a quemar la efigie del miedo popular. Cuando se usa la segunda representación, la ira contra la crueldad y contra la indiferencia de los azares del destino puede canalizarse a través de inocuos carnavales de caridad, y la vergüenza que produce la pasividad se evapora en breves explosiones de solidaridad humana.
Día a día, sin embargo, los pobres del mundo y del país hacen su silenciosos trabajo, socavando la confianza y la resolución de todos aquellos que tiene empleo y un ingreso regular. El vínculo entre la pobreza de los pobres y la rendición de los no pobres no tiene nada de irracional. El hecho de ver a los indigentes y destituidos es, para todos los seres coherentes y sensibles, un oportuno recordatorio de que incluso la vida más próspera es insegura y de que el éxito de hoy no impide la caída de mañana. Existe una sensación, bien fundada, de que el mundo está cada vez más superpoblado; de que la única opción que tiene los gobierno de los países es, en el mejor de los casos, la de optar entre una pobreza generalizada con alto nivel de desempleo —como ocurre en la mayoría de los países europeos— y una pobreza generalizada con un poco menos de desempleo, como en los Estados Unidos. Las investigaciones académicas confirman esa sensación: cada vez hay menos trabajo pago. Y esta vez, el desempleo parece más siniestro que nunca. No parece producto de una “depresión económica” cíclica, una temporaria condensación de la miseria que será disipada por el siguiente boom económico.
Tal como argumentaba Jean Poul Marèchal, durante la época de “intensa industrialización” la necesidad de construir una enorme infraestructura industrial y de conseguir grandes maquinarias justificó la creación regular de más empleos de los que desaparecerían como consecuencia de la aniquilación de las artes y oficios tradicionales; pero evidentemente ya no ocurre lo mismo. Hasta la década de 1970, todavía seguía existiendo una relación positiva entre el aumento de la productividad y las dimensiones del empleo; desde entonces, la relación se hace más negativa cada año. Por lo que parece, se cruzó un importante umbral en el transcurso de los años 70 y se dejó atrás una continua línea de desarrollo que persistió durante por lo menos un siglo. Según investigaciones comparadas realizadas por Olivier Marchans, en Francia el volumen de trabajo disponible en 1991 era tan sólo el 57 por ciento del que se ofrecía en 1891: 34.100 millones de horas en lugar de 60.000 millones. Durante ese período, el PBI se multiplicó por 10 y la productividad horaria se multiplicó por 18, mientras que el número total de personas empleadas creció, en 100 años, de 19 millones de personas a alrededor de 22 millones. Se han registrado tendencias semejantes en todos los países que iniciaron el proceso de industrialización en el siglo XIX. Las cifras justifican que hay razones para sentirse inseguro incluso en el empleo más estable y regular.
La reducción del volumen de empleo no es, sin embargo, la única razón de inseguridad. Los empleos que aún pueden conseguirse ya no están resguardados contra los impredecibles azares del futuro; podríamos decir que el trabajo es, en la actualidad, un ensayo diario para la prescindibilidad. La “economía política de la inseguridad” se ocupó de que las defensas ortodoxas fueran desmanteladas y de que a las tropas que las mantenía fueran desbandadas. El trabajo se ha vuelto “flexible”, algo que, dicho con claridad, significa que ahora los empleadores pueden despedir a los empleados a voluntad y sin compasión, y que la acción solidaria —y eficaz— de los sindicatos en defensa de los despedidos es cada vez más una fantasía. “Flexibilidad” también significa la negación de la seguridad: casi todos los trabajos disponibles son de tiempo parcial o por un tiempo fijo, casi todos los contratos son “renovables” con suficiente frecuencia como para impedir que cobre fuerza el derecho a una relativa estabilidad. “Flexibilidad” también significa que la antigua estrategia vital de invertir tiempo y esfuerzo para lograr capacitación especializada, con la esperanza de lograr una remuneración constante, tiene cada vez menos sentido; por lo tanto, ha desaparecido la opción que antes era más racional para las personas que anhelaban una vida segura.
La subsistencia —esa roca en la que deben descansar todos los proyectos y todas las aspiraciones vitales para ser factibles, para tener sentido y para justificar la energía que requiere su creación ( o, al menos, el intento de concretarlos)— se ha vuelto frágil, errática y poco confiable. Lo que los partidarios de los programas de “bienestar para trabajar” no toman en cuenta es que la función de la subsistencia no es tan sólo proporcionar un medio de manutención día a día para empleados, y dependientes, sino algo de igual importancia: ofrecer una segura existencia sin la que no se puede conseguir la libertad ni la autoafirmarción y que es el punto de partida de toda autonomía. En su forma actual, el trabajo no puede ofrecer esa seguridad aun cuando consiga cubrir los costos de seguir con vida. El camino del bienestar para trabajar conduce de la seguridad a la inseguridad, o de menos inseguridad a una inseguridad mayor. Ese camino que incita a la mayor cantidad de gente a seguirlo, hace un eco adecuado a los principios de la economía política de la inseguridad.
Repitámoslo una vez más: la inestabilidad endémica de la vida abrumadora mayoría de hombres y mujeres contemporáneos es la causa última de la actual crisis de la república... y, por lo tanto, de la desaparición y el angostamiento de la “sociedad buena” como propósito y motivo de la acción colectiva en general y de la resistencia contra la progresiva erosión del espacio privado-público, el único del que pueden surgir y florecer la solidaridad humana y el reconocimiento de las causas comunes. La inseguridad engendra más inseguridad; la inseguridad se auto perpetúa. Tiende a atar un nudo gordiano imposible de desatar, que sólo puede ser cortado.
El problema es encontrar el lugar donde el cuchillo de la acción política pueda aplicarse con mayor efecto. Tal vez haya que concebir un coraje y una imaginación iguales a los de Alejandro Magno.
* extracto de “En busca de la política”, Zygmunt Bauman. Fondo de Cultura Económica. México. 2002 y publicado en RevistaTeína, Revista de sociedad y cultura, Valencia, España, Octubre de 2007.

viernes, 29 de abril de 2011

Entrevista a Zygmunt Bauman - 2009

“Un mundo nuevo y cruel”
El sociólogo que sacudió a las ciencias sociales con su concepto de "modernidad líquida" advierte, en una entrevista exclusiva, que hay un temible divorcio entre poder y política, socios hasta hoy inseparables en el estado-nación.

En todo el mundo, dice, la población se divide en barrios cerrados, villas miseria y quienes luchan por ingresar o no caer en uno de esos guetos. Aún no llegamos al punto de no retorno, dice con un toque de optimismo.

"El Estado benefactor volvió para los ricos"

Según el filósofo, las soluciones previstas para la crisis actual recaen en las viejas recetas. Así las compara con la administración de drogas a un adicto, como parte de su proceso de cura. Sin embargo, señala, estamos viviendo un "interregno": una situación de cambio del viejo orden mundial que está siendo reemplazado por otro, cuyas características aún desconocemos pero que, seguramente, replanteará la relación entre poder y política. También reflexiona aquí sobre los temores, las carencias y las incertidumbres de esa transición.

How to spend it...(Cómo gastarlo). Ese es el nombre de un suplemento del diario británico Financial Times. Ricos y poderosos lo leen para saber qué hacer con el dinero que les sobra.
Constituyen una pequeña parte de un mundo distanciado por una frontera infranqueable. En ese suplemento alguien escribió que en un mundo en el que "cualquiera" se puede permitir un auto de lujo, aquellos que apuntan realmente alto "no tienen otra opción que ir a por uno mejor..." Esta cosmovisión le sirvió a Zygmunt Bauman para teorizar sobre cuestiones imprescindibles y así intentar comprender esta era. La idea de felicidad, el mundo que está resurgiendo después de la crisis, seguridad versus libertad, son algunas de sus preocupaciones actuales y que explica en sus recientes libros: Múltiples culturas, una sola humanidad (Katz editores) y El arte de la vida (Paidós). "No es posible ser realmente libre si no se tiene seguridad, y la verdadera seguridad implica a su vez la libertad", sostiene desde Inglaterra por escrito.

Bauman nació en Polonia pero se fue expulsado por el antisemitismo en los 50 y recaló en los 60 en Gran Bretaña. Hoy es profesor emérito de la Universidad de Leeds. Estudió las estratificaciones sociales y las relacionó con el desarrollo del movimiento obrero. Después analizó y criticó la modernidad y dio un diagnóstico pesimista de la sociedad. Ya en los 90 teorizó acerca de un modo diferente de enfocar el debate cuestionador sobre la modernidad. Ya no se trata de modernidad versus posmodernidad sino del pasaje de una modernidad "sólida" hacia otra "líquida". Al mismo tiempo y hasta el presente se ocupó de la convivencia de los "diferentes", los "residuos humanos" de la globalización: emigrantes, refugiados, parias, pobres todos. Sobre este mundo cruel y desigual versó este diálogo con Bauman:
Periodista: - ­Uno de sus nuevos libros se llama Múltiples culturas, una sola humanidad. ¿Hay en este concepto una visión "optimista" del mundo de hoy?
Zygmunt Bauman: ­Ni optimista ni pesimista... Es sólo una evaluación sobria del desafío que enfrentamos en el umbral del siglo XXI. Ahora todos estamos interconectados y somos interdependientes. Lo que pasa en un lugar del globo tiene impacto en todos los demás, pero esa condición que compartimos se traduce y se reprocesa en miles de lenguas, de estilos culturales, de depósitos de memoria. No es probable que nuestra interdependencia redunde en una uniformidad cultural. Es por eso que el desafío que enfrentamos es que estamos todos, por así decirlo, en el mismo barco; tenemos un destino común y nuestra supervivencia depende de si cooperamos o luchamos entre nosotros. De todos modos, a veces diferimos mucho en algunos aspectos vitales. Tenemos que desarrollar, aprender y practicar el arte de vivir con diferencias, el arte de cooperar sin que los cooperadores pierdan su identidad, a beneficiarnos unos de otros no a pesar de, sino gracias a nuestras diferencias.

P: - Es paradójico, pero mientras se exalta el libre tránsito de mercancías, se fortalecen y construyen fronteras y muros. ¿Cómo se sobrevive a esta tensión?
Zygmunt Bauman: ­Eso sólo parece ser una paradoja. En realidad, esa contradicción era algo esperable en un planeta donde las potencias que determinan nuestra vida, condiciones y perspectivas son globales, pueden ignorar las fronteras y las leyes del estado, mientras que la mayor parte de los instrumentos políticos sigue siendo local y de una completa inadecuación para las enormes tareas a abordar. Fortificar las viejas fronteras y trazar otras nuevas, tratar de separarnos a "nosotros" de "ellos", son reacciones naturales, si bien desesperadas, a esa discrepancia. Si esas reacciones son tan eficaces como vehementes es otra cuestión. Las soberanías locales territoriales van a seguir desgastándose en este mundo en rápida globalización.
P: - Hay escenas comunes en Ciudad de México, San Pablo, Buenos Aires: de un lado villas miseria; del otro, barrios cerrados. Pobres de un lado, ricos del otro. ¿Quiénes quedan en el medio?
Zygmunt Bauman: ¿Por qué se limita a las ciudades latinoamericanas? La misma tendencia prevalece en todos los continentes. Se trata de otro intento desesperado de separarse de la vida incierta, desigual, difícil y caótica de "afuera". Pero las vallas tienen dos lados. Dividen el espacio en un "adentro" y un "afuera", pero el "adentro" para la gente que vive de un lado del cerco es el "afuera" para los que están del otro lado. Cercarse en una "comunidad cerrada" no puede sino significar también excluir a todos los demás de los lugares dignos, agradables y seguros, y encerrarlos en sus barrios pobres. En las grandes ciudades, el espacio se divide en "comunidades cerradas" (guetos voluntarios) y "barrios miserables" (guetos involuntarios). El resto de la población lleva una incómoda existencia entre esos dos extremos, soñando con acceder a los guetos voluntarios y temiendo caer en los involuntarios.

P: - ¿Por qué se cree que el mundo de hoy padece una inseguridad sin precedentes? ¿En otras eras se vivía con mayor seguridad?

Zygmunt Bauman: Cada época y cada tipo de sociedad tiene sus propios problemas específicos y sus pesadillas, y crea sus propias estratagemas para manejar sus propios miedos y angustias. En nuestra época, la angustia aterradora y paralizante tiene sus raíces en la fluidez, la fragilidad y la inevitable incertidumbre de la posición y las perspectivas sociales. Por un lado, se proclama el libre acceso a todas las opciones imaginables (de ahí las depresiones y la autocondena: debo tener algún problema si no consigo lo que otros lograron ); por otro lado, to- do lo que ya se ganó y se obtuvo es nuestro "hasta nuevo aviso" y podría retirársenos y negársenos en cualquier momento. La angustia resultante permanecería con nosotros mientras la "liquidez" siga siendo la característica de la sociedad. Nuestros abuelos lucharon con valentía por la libertad. Nosotros parecemos cada vez más preocupados por nuestra seguridad personal... Todo indica que estamos dispuestos a entregar parte de la libertad que tanto costó a cambio de mayor seguridad.
P: - Esto nos llevaría a otra paradoja. ¿Cómo maneja la sociedad moderna la falta de seguridad que ella misma produce?.
Zygmunt Bauman: Por medio de todo tipo de estratagemas, en su mayor parte a través de sustitutos. Uno de los más habituales es el desplazamiento/trasplante del terror a la globalización inaccesible, caótica, descontrolada e impredecible a sus productos: inmigrantes, refugiados, personas que piden asilo. Otro instrumento es el que proporcionan las llamadas "comunidades cerradas" fortificadas contra extraños, merodeadores y mendigos, si bien son incapaces de detener o desviar las fuerzas que son responsables del debilitamiento de nuestra autoestima y actitud social, que amenazan con destruir. En líneas más generales: las estratagemas más extendidas se reducen a la sustitución de preocupaciones sobre la seguridad del cuerpo y la propiedad por preocupaciones sobre la seguridad individual y colectiva sustentada o negada en términos sociales.
P: - ¿Hay futuro? ¿Se puede pensarlo? ¿Existe en el imaginario de los jóvenes?

Zygmunt Bauman El filósofo británico John Gray destacó que "los gobiernos de los estados soberanos no saben de antemano cómo van a reaccionar los mercados (...) Los gobiernos nacionales en la década de 1990 vuelan a ciegas." Gray no estima que el futuro suponga una situación muy diferente. Al igual que en el pasado, podemos esperar "una sucesión de contingencias, catástrofes y pasos ocasionales por la paz y la civilización", todos ellos, permítame agregar, inesperados, imprevisibles y por lo general con víctimas y beneficiarios sin conciencia ni preparación. Hay muchos indicios de que, a diferencia de sus padres y abuelos, los jóvenes tienden a abandonar la concepción "cíclica" y "lineal" del tiempo y a volver a un modelo "puntillista": el tiempo se pulveriza en una serie desordenada de "momentos", cada uno de los cuales se vive solo, tiene un valor que puede desvanecerse con la llegada del momento siguiente y tiene poca relación con el pasado y con el futuro. Como la fluidez endémica de las condiciones tiene la mala costumbre de cambiar sin previo aviso, la atención tiende a concentrarse en aprovechar al máximo el momento actual en lugar de preocuparse por sus posibles consecuencias a largo plazo. Cada punto del tiempo, por más efímero que sea, puede resultar otro "big bang", pero no hay forma de saber qué punto con anticipación, de modo que, por las dudas, hay que explorar cada uno a fondo.
P: - Es una época en la que los miedos tienen un papel destacado.
¿Cuáles son los principales te­mores que trae este presente?
Zygmunt Bauman: Creo que las características más destacadas de los miedos contemporáneos son su naturaleza diseminada, la subdefinición y la subdeterminación, características que tienden a aparecer en los períodos de lo que puede llamarse un "interregno". Antonio Gramsci escribió en Cuadernos de la cárcel lo siguiente: "La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer: en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos". Gramsci dio al término "interregno" un significado que abarcó un espectro más amplio del orden social, político y legal, al tiempo que profundizaba en la situación sociocultural; o más bien, tomando la memorable definición de Lenin de la "situación revolucionaria" como la situación en la que los gobernantes ya no pueden gobernar mientras que los gobernados ya no quieren ser gobernados, separó la idea de "interregno" de su habitual asociación con el interludio de la trasmisión (acostumbrada) del poder hereditario o elegido, y lo asoció a las situaciones extraordinarias en las que el marco legal existente del orden social pierde fuerza y ya no puede mantenerse, mientras que un marco nuevo, a la medida de las nuevas condiciones que hicieron inútil el marco anterior, está aún en una etapa de creación, no se lo terminó de estructurar o no tiene la fuerza suficiente para que se lo instale. Propongo reconocer la situación planetaria actual como un caso de interregno. De hecho, tal como postuló Gramsci, "lo viejo está muriendo". El viejo orden que hasta hace poco se basaba en un principio igualmente "trinitario" de territorio, estado y nación como clave de la distribución planetaria de soberanía, y en un poder que parecía vinculado para siempre a la política del estado-nación territorial como su único agente operativo, ahora está muriendo. La soberanía ya no está ligada a los elementos de las entidades y el principio trinitario; como máximo está vinculada a los mismos pero de forma laxa y en proporciones mucho más reducidas en dimensiones y contenidos.
La presunta unión indisoluble de poder y política, por otro lado, está terminando con perspectivas de divorcio. La soberanía está sin ancla y en flotación libre. Los estados-nación se encuentran en situación de compartir la compañía conflictiva de aspirantes a, o presuntos sujetos soberanos siempre en pugna y competencia, con entidades que evaden con éxito la aplicación del hasta entonces principio trinitario obligatorio de asignación, y con demasiada frecuencia ignorando de manera explícita o socavando de forma furtiva sus objetos designados. Un número cada vez mayor de competidores por la soberanía ya excede, si no de forma individual sin duda de forma colectiva, el poder de un estado-nación medio (las compañías comerciales, industriales y finan­cieras multinacionales ya constituyen, según Gray, "alrededor de la tercera parte de la producción mundial y los dos tercios del comercio mundial"

P:
- La "modernidad líquida", como un tiempo donde las relaciones sociales, económicas, discurren como un fluido que no puede conservar la forma adquirida en cada momento, ¿tiene fin?
Zygmunt Bauman: Es difícil contestar esa pregunta, no sólo porque el futuro es impredecible, sino debido al "interregno" que mencioné antes, un lapso en el que virtualmente todo puede pasar pero nada puede hacerse con plena seguridad y certeza de éxito. En nuestros tiempos, la gran pregunta no es "¿qué hace falta hacer?", sino "¿quién puede hacerlo?" En la actualidad hay una creciente separación, que se acerca de forma alarmante al divorcio, entre poder y política, los dos socios aparentemente inseparables que durante los dos últimos siglos residieron ­o creyeron y exigieron residir­ en el estado nación territorial. Esa separación ya derivó en el desajuste entre las instituciones del poder y las de la política. El poder desapareció del nivel del estado nación y se instaló en el "espacio de flujos" libre de política, dejando a la política oculta como antes en la morada que se compartía y que ahora descendió al "espacio de lugares". El creciente volumen de poder que importa ya se hizo global. La política, sin embargo, siguió siendo tan local como antes. Por lo tanto, los poderes más relevantes permanecen fuera del alcance de las instituciones políticas existentes, mientras que el marco de maniobra de la política interna sigue reduciéndose. La situación planetaria enfrenta ahora el desafío de asambleas ad hoc de poderes discordantes que el control político no limita debido a que las instituciones políticas existentes tienen cada vez menos poder. Estas se ven, por lo tanto, obligadas a limitar de forma drástica sus ambiciones y a "transferir" o "tercerizar" la creciente cantidad de funciones que tradicionalmente se confiaba a los gobiernos nacionales a organizaciones no políticas. La reducción de la esfera política se autoalimenta, así como la pérdida de relevancia de los sucesivos segmentos de la política nacional redunda en el desgaste del interés de los ciudadanos por la política institucionalizada y en la extendida tendencia a reemplazarla con una política de "flotación libre", notable por su carácter expeditivo, pero también por su cortoplacismo, reducción a un único tema, fragilidad y resistencia a la institucionalización.

P:
¿Cree que esta crisis global que estamos padeciendo puede generar un nuevo mundo, o al menos un poco diferente?
Zygmunt Bauman: Hasta ahora, la reacción a la "crisis del crédito", si bien impresionante y hasta revolucionaria, es "más de lo mismo", con la vana esperanza de que las posibilidades vigorizadoras de ganancia y consumo de esa etapa no estén aún del todo agotadas: un esfuerzo por recapitalizar a quienes prestan dinero y por hacer que sus deudores vuelvan a ser confiables para el crédito, de modo tal que el negocio de prestar y de tomar crédito, de seguir endeudándose, puedan volver a lo "habitual". El estado benefactor para los ricos volvió a los salones de exposición, para lo cual se lo sacó de las dependencias de servicio a las que se había relegado temporalmente sus oficinas para evitar comparaciones envidiosas.
P: Pero hay individuos que padecen las consecuencias de esta crisis de los que poco se habla. Los protagonistas visibles son los bancos, las empresas...
Zygmunt Bauman: Lo que se olvida alegremente (y de forma estúpida) en esa ocasión es que la naturaleza del sufrimiento humano está determinada por la forma en que las personas viven. El dolor que en la actualidad se lamenta, al igual que todo mal social, tiene profundas raíces en la forma de vida que aprendimos, en nuestro hábito de buscar crédito para el consumo. Vivir del crédito es algo adictivo, más que casi o todas las drogas, y sin duda más adictivo que otros tranquilizantes que se ofrecen, y décadas de generoso suministro de una droga no pueden sino derivar en shock y conmoción cuando la provisión se detiene o disminuye. Ahora nos proponen la salida aparentemente fácil del shock que padecen tanto los drogadictos como los vendedores de drogas: la reanudación del suministro de drogas. Hasta ahora no hay muchos indicios de que nos estemos acercando a las raíces del problema. En el momento en que se lo detuvo ya al borde del precipicio mediante la inyección de "dinero de los contribuyentes", el banco TSB Lloyds empezó a presionar al Tesoro para que destinara parte del paquete de ahorro a los dividendos de los accionistas. A pesar de la indignación oficial, el banco procedió impasible a pagar bonificaciones cuyo monto obsceno llevó al desastre a los bancos y sus clientes. Por más impresionantes que sean las medidas que los gobiernos ya tomaron, planificaron o anunciaron, todas apuntan a "recapitalizar" los bancos y permitirles volver a la "actividad normal": en otras palabras, a la actividad que fue la principal responsable de la crisis actual. Si los deudores no pudieron pagar los intereses de la orgía de consumo que el banco inspiró y alentó, tal vez se los pueda inducir/obligar a hacerlo por medio de impuestos pagados al estado.
Todavía no empezamos a pensar con seriedad en la sustentabilidad de nuestra sociedad de consumo y crédito. La "vuelta a la normalidad" anuncia una vuelta a las vías malas y siempre peligrosas. De todo modos todavía no llegamos al punto en que no hay vuelta atrás; aún hay tiempo (poco) de reflexionar y cambiar de camino; todavía podemos convertir el shock y la conmoción en algo beneficioso para nosotros y para nuestros hijos.
por HECTOR PAVON.
Traducción: JOAQUIN IBARBURU.
- Revista Ñ (Clarín) Sábado 18 de Julio de 2009 -

viernes, 27 de marzo de 2009

"El desafío ético de la globalización"

de Zygmunt Bauman
"Globalización” significa que todos dependemos unos de otros. Las distancias importan poco ahora. Lo que suceda en un lugar puede tener consecuencias mundiales. Gracias a los recursos, instrumentos técnicos y conocimientos que hemos adquirido, nuestras acciones abarcan enormes distancias en el espacio y en el tiempo. Por muy limitadas localmente que sean nuestras intenciones, erraríamos si no tuviéramos en cuenta los factores globales, pues pueden decidir el éxito o el fracaso de nuestras acciones. Lo que hacemos (o nos abstenemos de hacer) puede influir en las condiciones de vida (o de muerte) de gente que vive en lugares que nunca visitaremos y de generaciones que no conoceremos jamás.
Seamos conscientes o no, éstas son las condiciones bajo las que hacemos hoy nuestra historia común. Aunque buena parte (y muy posiblemente toda o casi toda) la historia que se va tejiendo dependa de decisiones humanas, las condiciones bajo las que se toman estas decisiones escapan a nuestro control.
Una vez derribados la mayoría de los límites que antes confinaban nuestra potencial acción a un territorio que podíamos inspeccionar, supervisar y controlar, hemos dejado de poder protegernos, tanto a nosotros como a los que sufren las consecuencias de nuestras acciones, de esta red mundial de interdependencias.
No se puede hacer nada para dar marcha atrás a la globalización. Uno puede estar “a favor” o “en contra” de esta nueva interdependencia mundial. Pero sí hay muchas cosas que dependen de nuestro consentimiento o resistencia a la equívoca forma que hasta la fecha ha adoptado la globalización.
Hace sólo medio siglo, Karl Jaspers podía aún separar limpiamente la “culpa moral” (el remordimiento que sentimos cuando hacemos daño a otros seres humanos, bien por lo que hemos hecho o por lo que hemos dejado de hacer) de la “culpa metafísica” (la culpa que sentimos cuando se hace daño a un ser humano, aunque dicho daño no esté en absoluto relacionado con nuestra acción). Esta distinción ha perdido su sentido con la globalización. La frase de John Donne “no preguntes nunca por quién doblan las campanas; están doblando por ti” representa como nunca la solidaridad de nuestro destino, aunque todavía esté lejos de ser equilibrada por la solidaridad de nuestros sentimientos y acciones.
Cuando un ser humano sufre indignidad, pobreza o dolor, no podemos tener certeza de nuestra inocencia moral. No podemos declarar que no lo sabíamos, ni estar seguros de que no hay nada que cambiar en nuestra conducta para impedir o por lo menos aliviar la suerte del que sufre. Puede que individualmente seamos impotentes, pero podríamos hacer algo unidos. Y esta unión está hecha de individuos y por los individuos.
El problema es, como alegaba Hans Jonas, otro gran filósofo del siglo XX, que, aunque el espacio y el tiempo ya no establezcan límites a las consecuencias de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha ido mucho más allá del ámbito que tenía en los tiempos de Adán y Eva.
Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no se han aventurado tan lejos como la influencia que nuestra conducta diaria ejerce sobre las vidas de personas cada vez más lejanas.
El “proceso de globalización” significa que esa red de dependencias llega a los más remotos recovecos del planeta, pero poco más (por lo menos hasta ahora). Sería muy prematuro hablar de una sociedad global o de una cultura global, y más aún de una política o un derecho globales. ¿Está surgiendo un sistema social global en ese extremo último del proceso de globalización? Si tal sistema existe, no se parece a los sistemas sociales que solemos considerar normativos.
Solíamos pensar en los sistemas sociales como una totalidad que coordinaba y adaptaba todos los aspectos de la existencia humana a través de mecanismos económicos, poder político y patrones culturales. Hoy día, sin embargo, aquello que se solía coordinar al mismo nivel y dentro de una misma totalidad ha sido separado y situado en niveles radicalmente diferentes.
La globalidad del capital, las finanzas y el comercio (esas fuerzas decisivas para la libertad de elección y la eficacia de las acciones humanas) no se ha emparejado a una escala semejante con los recursos que la humanidad ha desarrollado para controlar las fuerzas que rigen las vidas humanas. Y lo que es más importante, la globalidad no se ha igualado con una escala global semejante de control democrático.
De hecho podemos decir que el poder ha “volado” de las instituciones desarrolladas a lo largo de la historia que, en los Estados nacionales modernos, solían ejercer un control democrático sobre los usos y abusos del poder. La globalización en su forma actual significa pérdida de poder de los Estados nacionales y (por el momento) ausencia de cualquier sustituto eficaz.
Ya en otra ocasión, los actores económicos efectuaron una desaparición a lo Houdini semejante a ésta, aunque, evidentemente, a una escala mucho más modesta que la que se ha efectuado en nuestra era de la globalización. Max Weber, uno de los analistas más agudos de la lógica de la historia moderna (o de la falta de ella), observó que lo que marcaba el nacimiento del nuevo capitalismo era la separación de la actividad económica de lo doméstico (donde lo “doméstico” significaba la densa red de derechos y obligaciones mutuas mantenidos por las comunidades rurales y urbanas, por las parroquias o los gremios de artesanos, en las que familias y vecinos habían estado estrechamente envueltos). Con esta separación (mejor llamarla “secesión” en honor de la antigua alegoría de Menenio Agripa), el mundo de los negocios se aventuró por una auténtica tierra fronteriza, una tierra de nadie libre de problemas morales y restricciones legales y pronta a ser subordinada al código de conducta propio de la empresa.
Como ya sabemos, esta extraterritorialidad sin precedentes de la actividad económica condujo en su momento a un espectacular avance de la capacidad industrial y al acrecimiento de la riqueza. También sabemos que, durante casi la totalidad del siglo XIX, esa misma extraterritorialidad redundó en mucha miseria humana, en pobreza y en una casi inconcebible polarización de las oportunidades y niveles de vida de la humanidad.
Por último, también sabemos que los Estados modernos entonces emergentes reclamaron esa tierra de nadie que el mundo de los negocios consideraba de su exclusiva propiedad. Los organismos que establecen las normas del comportamiento de los Estados invadieron aquel espacio hasta que, no sin vencer una resistencia feroz, se lo anexionaron y colonizaron, llenando así el vacío ético y mitigando sus consecuencias más desagradables para la vida de sus súbditos o ciudadanos.
La globalización se puede considerar como la “segunda secesión”. Una vez más, el mundo económico se ha escapado del confinamiento doméstico, aunque esta vez el hogar que se ha abandonado es el moderno “hogar imaginario”, circunscrito y protegido por los poderes económicos, militares y culturales del Estado nacional, a los que se suma la soberanía política. De nuevo, el ámbito económico ha conseguido un “territorio extraterritorial”, un espacio propio por el que pueden andar, tumbando con toda libertad los pequeños obstáculos levantados por las débiles potencias de lo local y tratando de sortear los obstáculos construidos por los fuertes, y donde pueden perseguir sus fines pasando por alto o dando de lado el resto de los fines, a los que consideran irrelevantes económicamente y por tanto ilegítimos. Y una vez más observamos unos efectos sociales semejantes a aquellos que, en tiempos de la primera secesión, tropezaron con la repulsa social, sólo que esta vez a una escala inmensamente mayor, global (como la segunda secesión en sí).
Hace casi dos siglos, en plena primera secesión, Karl Marx acusó de “utópicos” a aquellos que abogaban por una sociedad mejor, más equitativa y justa y que tenían la esperanza de lograrlo deteniendo en seco el avance del capitalismo y volviendo al punto de partida, al mundo pre-moderno del ámbito doméstico y los talleres familiares.
No había vuelta atrás, insistía Marx; y, al menos en ese punto, la historia le dio la razón. Cualquier tipo de justicia y de equidad susceptible de arraigar hoy día tiene que partir del punto en que unas transformaciones irreversibles han llevado ya a la condición humana.
Una vuelta atrás de la globalización de la dependencia humana, del alcance global de la tecnología y de las actividades económicas es imprevisible con toda seguridad. Respuestas como “pongamos las carretas en círculo” o “volvamos a las tiendas de campaña tribales” (nacionales, comunitarias) no servirán. No se trata de cómo remontar el río de la historia, sino de cómo luchar contra su contaminación y canalizar sus aguas para lograr una distribución más equitativa de los beneficios que comporta.
Y otro punto que es necesario recordar: sea cual fuere la forma que adopte el control global sobre las fuerzas globales, no puede ser una copia ampliada de las instituciones democráticas desarrolladas en los dos primeros siglos de la historia contemporánea. Dichas instituciones se hicieron a la medida del Estado nacional, que entonces era la 'totalidad social', de mayor tamaño y que más abarcaba y son particularmente poco aptas para ser ampliadas hasta una escala global.
El Estado nacional no era tampoco una hipérbole de los mecanismos comunitarios sino que, por el contrario, era el producto final de formas radicalmente nuevas de convivencia humana, así como de solidaridad social. Tampoco fue el resultado de una negociación y un consenso logrado tras una dura negociación entre comunidades locales. El Estado nacional, que finalmente proporcionó la tan buscada respuesta a los desafíos de la “primera secesión”, surgió a pesar de los obstinados defensores de las tradiciones comunitarias y mediante la progresiva erosión de las ya escuálidas y menguadas soberanías locales.
Toda respuesta eficaz a la globalización no puede más que ser global. Y el destino de semejante respuesta global depende de que surja y arraigue un ámbito político global (entendido como algo distinto de “internacional” o, para ser más precisos, interestatal). Es este ámbito político el que hoy brilla por su ausencia.
Los actuales actores mundiales se niegan abiertamente a establecer dicho ámbito. Sus adversarios visibles, entrenados en el viejo y cada día menos eficaz arte de la diplomacia entre Estados, parecen carecer de la habilidad necesaria y de los recursos indispensables para lograrlo. Se necesitan nuevas fuerzas para establecer y dar vigor a un foro auténticamente mundial adecuado a la era de la globalización, y éstas sólo se harán valer evitando a unos y otros.
Ésta parece ser la única certeza. El resto depende de nuestra inventiva compartida y de la práctica política del tanteo. Al fin y al cabo, muy pocos pensadores, si es que hubo alguno, fueron capaces de prever en plena primera secesión la forma que adoptaría finalmente la operación encaminada a reparar los daños. De lo que sí estaban seguros era de que una operación de esa clase era la necesidad más imperiosa de su tiempo. Todos estamos en deuda con ellos por esa clarividencia.
(Artículo publicado en el diario EL PAÍS el 20 de Julio de 2001. )