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lunes, 3 de septiembre de 2007

De La Justicia (José Ingenieros)


- La justicia es el equilibrio entre la moral y el derecho.-
Tiene un valor superior al de la ley. Lo justo es siempre moral; las leyes pueden ser injustas. Acatar la ley es un acto de disciplina, pero a veces implica una inmoralidad; respetar la justicia es un deber del hombre digno, aunque para ello tenga que elevarse sobre las imperfecciones de la ley.
La perfectibilidad social se traduce en aumento de justicia en las relaciones entre los hombres. Esa creencia ha embellecido las inquietudes que en todo tiempo agitaron a los núcleos más morales de la humanidad, y es de augurar que cada generación las renueve con creciente fervor en el porvenir. El mayor obstáculo al progreso de los pueblos es la fosilización de las leyes; si la realidad social varía, es necesario que ellas experimenten variaciones correlativas. La justicia no es inmanente ni absoluta; está en devenir incesante, en función de la moralidad social.
Todos los ideales melioristas tienen la justicia por común denominador y todos anhelan desterrar de la sociedad algún desequilibrio. La justicia tiende a orientar la estimación hacia la virtud, el bienestar hacia el trabajo, la honra hacia el mérito; y es, por eso, la cúspide imaginaria de la moralidad, que sólo puede admirar esos fecundos valores sociales. Cuando por ello se mida a los hombres, habrá justicia en los pueblos; y no es varón justo el que no contribuye al advenimiento de esos valores en la medida de sus fuerzas.

- Los intereses creados obstruyen la justicia.-
Todo privilegio injusto implica una inmoral subversión de los valores sociales. En las sociedades carcomidas por la injusticia los hombres pierden el sentimiento del deber y se apartan de la virtud. El parasitismo deja de inspirar repulsión a quienes lo usufructúan y encenaga a las víctimas en la domesticación. Los hombres viven esclavos de fantasmas vanos y la honra mayor recae en los sujetos de menores méritos. La justicia enmudece y se abisma.
Cuando en la conciencia social no vibra un fuerte anhelo de justicia nadie templa su personalidad, ni esmalta su carácter. Donde más medran los que más se arrastran, las piernas no se usan para marchar erguidos. Acostumbrándose a ver separado el rango del mérito, los hombres renuncian a éste por conseguir aquél; prefieren una buena prebenda a una recta conducta, si aquélla sirve para inflar el rango y ésta apenas para acrecentar el mérito. Los hombres niéganse a trabajar y a estudiar al ver que la sociedad cubre de privilegios a los holgazanes y a los ignorantes. Y es por falta de justicia que los Estados se convierten en confabulaciones de favoritos y de charlatanes, dispuestos a lucrar de la patria, pero incapaces de honrarla con obras dignas.
Loados sean los jóvenes que izan bandera de justicia para aumentar en el mundo el equilibrio entre el bienestar y el trabajo. Sin ellos las sociedades se estancarían en la quietud que paraliza y mata; la cristalina corriente del progreso, que jamás se detiene, tornaríase mansa estabilidad de pantano que asfixia. Loados los que conciben más justicia, los que por ella trabajan, los que por ella lucha, los que por ella mueren. Son plasmadores del porvenir, encarnan ideales que tienden a realizarse en la humanidad.

- El hombre justo rehuye complicidad en el mal.-

Niega homenaje a los falsos valores que ponen sus raíces en la improbidad colectiva. Los desprecia en los demás y se avergonzaría de usufructuarlos. Todo privilegio inmerecido le parece una inmoralidad.
El hombre justo se inclina respetuoso ante los valores reales; los admira en los otros y aspira a poseerlos él mismo. Ama a todos los virtuosos, a todos los que trabajan, a todos los que aumentan con su esfuerzo el bienestar de sus semejantes.
El hombre justo necesita una inquebrantable firmeza. Los débiles pueden ser caritativos, pero no saber ser justos. La caridad es el reverso de la justicia. El acto caritativo, el favor, es una complicidad en el mal. Detrás de toda caridad existe una injusticia.
El hombre justo quiere que desaparezcan, por innecesarios, el favor y la caridad. La justicia no consiste en ocultar las lacras, sino en suprimirlas. Los remedios inútiles sólo sirven para complicar las enfermedades.
El hombre justo no puede escuchar a los que predican la caridad para seguir aprovechando la injusticia. Pero su respuesta debe estar en su conducta, juzgando sus propios actos como si fueran ajenos, midiéndolos con la misma vara, severamente, inflexiblemente. La complacencia con las propias debilidades constituye la más inmoral de las injusticias. El hombre justo es capaz de rehusar un favor a su familia y a sus amigos, sabiendo que la debilidad de su corazón encubriría una injusticia. El hombre justo es, por fuerza, estoico; debe serlo siempre y con todos, saber decir ¡no! A sus allegados y a sí mismo, cuando le asalta una tentación injusta. La madre de Pausanias llevó la primera piedra para que lapidaran a su hijo indigno…

(de ”Las Fuerzas Morales”, José Ingenieros, 1925)

lunes, 30 de julio de 2007

RACIONALISMO ARMÓNICO DEFINICIÓN Y PRINCIPIOS

RACIONALISMO ARMÓNICO DEFINICIÓN Y PRINCIPIOS[1]
La razón y su ley es la facultad, fuente y autoridad en el conocimiento científico. Como tal le compete comprobar y juzgar todo lo que interesa al espíritu y afecta al corazón, sin ser intervenida ni impedida, ni turbada en sus funciones en la esfera de la ciencia por influencia, poder o fuente ajena de conocimiento. Lo que la razón demuestra conforme a sus leyes eternas, debe ser admitido en todas sus consecuencias, y si el juicio de la razón mira a nuestra libertad, debe ser cumplido fielmente, lealmente, enteramente, suceda lo que suceda. Los fieles de la razón no contradicen ni admiten, desde luego, ninguna doctrina, o sistema, u opinión extraña; la examinan según sus principios y pruebas, y la admiten hasta donde la hallan comprobada y verdadera, y no más allá, o suspenden la afirmación, donde sólo han hallado la probabilidad. Sólo en la adhesión íntima del espíritu, según pruebas ciertas, hay ciencia; fuera de este límite sólo hay opinión.
La verdad no se prueba por el número, ni se prueba por la tradición, ni se prueba por la autoridad, aunque estos principios merezcan bajo otros aspectos que el de la ciencia, respeto de parte del hombre, y muevan a comprobar con más diligente cuidado y según sus principios propios, la doctrina que ellos contradicen. La tradición, como tradición, y la autoridad como autoridad, pueden apoyar el error tanto como la verdad, sólo la demostración científica, razonada, repetida una y otra vez con ánimo recto e intención sincera, decide con interna competencia de la verdad de una doctrina y puede fundarla durablemente.
Podemos engañarnos, sin duda, y admitir como verdadero lo falso en cualquier materia o ciencia; pero esta posibilidad, que es inherente a nuestra limitación racional, no excusa el pecado contra nuestra naturaleza inteligente y racional, de negar o desesperar de la verdad, ni nos autoriza a admitir una doctrina u opinión, venga de donde viniere, sin examen previo, según las leyes de la razón (no según nuestra razón individual). El reconocimiento de nuestra limitación intelectual, que debe acompañarnos en toda obra científica, fundará en nosotros la circunspección en el examen, la modestia en nuestras convicciones, la tolerancia, la imparcialidad para con las opiniones ajenas, y la tendencia a rectificarlas por principios y medios de razón hasta donde éstos alcanzan, y no por otros principios ni medios. Toda convicción seria y leal, aunque sea errada, debe ser respetada y racionalmente examinada y discutida, que ésta es la única forma y manifestación de la ciencia y el solo medio permanente de persuasión.
* * *
En Filosofía, profesamos el racionalismo; no un racionalismo exclusivo que niega las demás facultades y fuentes de conocimiento en el espíritu, sino un racionalismo armónico, fundado en la justa estima y justas relaciones de todas las facultades cognoscitivas del espíritu; pero todas bajo la forma, carácter y regulador unitario y permanente de la razón. Todo conocimiento que fuera inaccesible, incomprensible a la razón, por el mero hecho de ser conocimiento, sería desconforme, inadecuado a la naturaleza racional del espíritu, según ha sido creado y constituido eternamente por Dios, cuyas obras todas son pura armonía, puro concierto y ajustada relación. El racionalismo no admite ni reconoce otra limitación positiva, histórica, prescrita al pensamiento que la inherente a nuestra naturaleza racional; ni admite, ni reconoce en ningún estatuto ni poder humano el derecho de limitar, negar, torcer el uso legítimo de las facultades constitutivas del espíritu, según el decreto eterno de Dios.
El racionalismo armónico se ayuda a la vez de la crítica, para corregir el error científico y de doctrina, para fundar, desenvolver, enseñar la verdad demostrada.
El racionalismo armónico no lleva al sensualismo; esto es, a la negación de todo lo que excede o supera al sentido; ni al materialismo, como la negación del espíritu; ni al idealismo, como negación del mundo exterior; ni al fatalismo, como negación de la libertad; ni al ateísmo, como negación de Dios. El racionalismo armónico no es exclusivo, ni negativo, ni opositivo; sino que primeramente es uno, y bajo la unidad es interiormente relativo; reconoce todos los principios constitutivos del hombre y del mundo; la razón y los sentidos; las leyes y los hechos; el espíritu y la materia; el mundo espiritual y el mundo natural; lo infinito y lo finito. Su fin y su obra es reconocer inductivamente los principios, las leyes, lo infinito, y supremamente el infinito absoluto sobre lo finito; deducir sintética y metódicamente las verdades contenidas en los principios, y ordenarlas en un cuerpo de doctrina, apoyado en nuestra conciencia como punto de partida, y fundado supremamente en Dios, como el fundamento de toda realidad y el principio y ley de toda verdad conocida por el hombre. En este procedimiento y ley es científica y es demostrativa la filosofía; y en cuanto reconoce toda verdad deductivamente en un principio y verdad suprema, es sistemática y orgánica; esto es, reconoce cada verdad distinta de todas sin aislarla; distingue sin separar y refine sin confundir. El reconocimiento de Dios como el objeto de la suprema inducción racional del espíritu y el principio de todas las deducciones de una ciencia verdadera, no es el deísmo que concibe a Dios como un género y abstracción fuera del mundo, separado del mundo e incomprensible para el hombre; no es el panteísmo que confunde a Dios con el mundo, concibiendo un Dios-mundo o un mundo-Dios. El racionalismo armónico conoce a Dios como el absoluto, infinito y el ser supremo sobre el mundo; distinto como el Ser supremo del mundo que es el inferior bajo Dios, por Dios, mediante Dios. De consiguiente, Dios conoce el mundo, gobierna el mundo, guía el mundo al bien con justicia, con sabiduría, con amor, con arte divino: In Deo sumus, vivimus et movemur. Ex ipso et per ipsum et in ipso sunt omnia.
El racionalismo armónico profesa en religión y aspira a realizar, la unión viva de la humanidad y del hombre en ella con Dios como ser supremo. La religión es, pues, una relación y aspiración (en corazón, en inteligencia y en obras) fundamental y permanente de toda nuestra naturaleza finita, y señaladamente del espíritu hacia Dios, y debe ser manifestada permanente en toda la humanidad y en cada sociedad humana y por cada hombre, como hombre, en forma de culto y de fin práctico de toda la vida; para que toda nuestra actividad finita reciba en sí, según su capacidad y mérito gradual, el pensamiento y sentimiento de Dios, las inspiraciones y beneficios de Dios, y en esta aspiración y obra gradual se asemeje cada vez más a Dios y estreche con Dios en vida histórica su alianza eterna. La religión, como relación íntima, personal, e históricamente manifestarse entre el hombre y Dios, radica principalmente en la conciencia, y puede y debe ser libre, y perfectible como toda la naturaleza del espíritu; no obligada, ni violentada, ni impuesta por estatutos históricos; debe poder manifestarse como toda la naturaleza racional, en unidad de esencia y variedad de formas; debe, en su manifestación histórica (como profesión de fe religiosa), poder ser examinada, rectificada, mejorada; pero es siempre respetable cuando es sincera, seria y verdadera en el hombre, pues que la religión expresa las más íntimas, las más profundas y trascendentales relaciones de que nuestra naturaleza racional es capaz; y a esta relación y asunto debe, pues, aplicar el hombre el más serio y vivo interés, la atención más diligente y constante por toda su vida, para confirmarse en su profesión religiosa, y mejorarla y progresar en ella, o para rectificarla y reformarla, viviendo en consecuencia con ella. La piedad, pues, según este sentido religioso, consiste en una vida pura y sin mancha, en un espíritu elevado, un corazón noble, en una voluntad recta, guiada por el amor desinteresado hacia todos los hombres, y hacia Dios como ser supremo y bienhechor; en santificar el trabajo que nos pone en comercio activo y proporcionado a todas nuestras restantes fuerzas y fines con el mundo natural, y el espiritual por causa de Dios, y para merecer ante Dios y ennoblecer la naturaleza hasta convertirla en un templo y semejanza de Dios; en santificar, honrar, cultivar la ciencia y el arte como los medios de elevarnos a Dios, mediante el espíritu, en armonía virtual y en mutuo auxilio con la religión; en mirar la vida entera de la humanidad, de sus sociedades y sus individuos (en orgánica relación y acción), como un orden eterno e histórico de salvación para todos los seres racionales, los cuales todos, sin distinción de razas y cultos, están destinados por Dios, y llegarán, en la plenitud de la vida histórica, y purgados de sus faltas, a realizar su destino religioso, según el decreto de Dios, y según el mérito y capacidad de nuestra naturaleza.
La religión debe ser ilustrada por la ciencia y vivificada por el amor y las buenas obras.
La religión será tanto más pura cuanto más claro sea el conocimiento de Dios y más íntimo y vivo sea el amor de Dios. Bajo la unidad y la armonía fundamental de nuestra naturaleza, la religión debe ser practicada en armónica relación y concierto con todas las facultades del espíritu y con todas las fuerzas y direcciones de la actividad humana; no con negación, ni exclusión, ni degradación de ninguna facultad ni actividad. Rechazamos, pues, el antropomorfismo, el oscurantismo, el fanatismo y la superstición, y condenamos los cultos, las prácticas y prescripciones contrarias a la moral, al derecho y a la razón.
La fe, como la religión, descansa en principios y en razón, y a ésta debe conformarse. La fe se refiere, no a las verdades generales que todos pueden percibir y comprender, si están bastante preparados, sino a los hechos y actos particulares de la vida; y aplicada a la vida religiosa, no mira a los atributos de Dios, sino a los decretos de su providencia. La fe ciega, sin regla y sin motivos, es una renegación del pensamiento y de la libertad; esto es, la degradación del espíritu humano.
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En Moral, reconocemos como consecuencia y aplicación de la metafísica, el principio de obrar el bien por el bien como ley de Dios y para asemejamos a Dios. En este principio hallamos la luz de nuestra vida, el carácter inviolable de nuestra dignidad racional, y la prenda y promesa de nuestro destino eterno.
El destino del hombre consiste en desenvolverse en la totalidad de sus facultades y de sus relaciones con todos los seres, en perfeccionarse como espíritu y como cuerpo, como inteligencia, como sentimiento y como voluntad, como imaginación y como razón, refiriendo y concertando continuamente estas facultades en la conciencia, para realizarlas en justa proporción, en armonía de todas con todas, expresando de este modo en la esfera finita una imagen de la armonía absoluta de la vida divina. Este destino sólo se cumple parcialmente en la tierra, y sólo es completado en la infinidad del tiempo. Se impone constantemente a nuestra voluntad como un deber, o como una necesidad moral inherente a la naturaleza humana. Profesamos, pues, el culto del deber, como ley universal del orden moral, que obliga a todos los hombres, en todo tiempo y por todo lugar; que manda el sacrificio y la propia abnegación ante el bien de la patria y el de la humanidad; el amor a todos los hombres, amigos o enemigos, conciudadanos o extranjeros, pobres o ricos, incultos o cultos, buenos o malos, en suma, la imitación de Dios en la vida, o la realización del bien, de lo verdadero, de lo bello, sólo por obrar bien, no por interés de las consecuencias, ni por espera del premio, o temor del castigo.
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En Política, el filósofo respeta y obedece la constitución positiva de su pueblo, acepta leal y libremente sus consecuencias con puro sentido del bien público y mediante éste del bien humano en la constitución definitiva de la patria universal. Procura, sin embargo, al mismo tiempo concurrir por todos los medios legítimos, pacíficos y acertados y donde es llamado, al progreso, reforma o mejora de su constitución bajo el principio de la tolerancia en el todo y parcialmente en todas las esferas de la sociedad política, desde el Estado hasta la localidad; o el gobierno del país por el país; bajo el principio de la libertad del pensamiento, de la prensa, de la enseñanza, de asociación, de comercio, de industria; la inviolabilidad personal y de propiedad, en suma, la transformación gradual de las instituciones políticas para el desarrollo pacífico y en forma de derecho de todas las instituciones, fuerzas y fines sociales, apreciables por las leyes. Rechaza el privilegio, el monopolio, la arbitrariedad en el poder; condena la violencia, venga de donde quiera, porque toda reforma sólida y durable debe concertar con el estado contemporáneo social, y debe prepararse mediante la educación, instrucción y civilización del pueblo, y no por otros medios. Procura, pues, y concurre con voto, y consejo, y ejemplo, a universalizar la enseñanza, el amor a las virtudes públicas, la proporcionada distribución del trabajo y del goce, para mejorar el estado social, y mediante éste, el estado y leyes políticas, y condena y combate todo lo que contribuye a embotar la inteligencia, corromper el corazón, a enervar o esclavizar la voluntad, a comprimir el trabajo, a restringir la libertad pública y los derechos de las sociedades locales; en suma, a retardar, estacionar o torcer el movimiento natural progresivo de la inteligencia, la voluntad y las fuerzas materiales del pueblo.
La política es la acción legítima del Estado y de los ciudadanos llamados a regir la vida pública, para facilitar, ayudar y promover el progreso de la sociedad hacia su total destino, mediante leyes, fundadas, de un lado, en el estado presente de las instituciones; de otro, en el recto conocimiento de su estado ideal y venidero, esto es, sobre lo que existe y lo que debe ser; sobre el hecho y el derecho. Para llenar este fin, el Estado no debe ser turbado ni impedido en su acción por ningún interés preponderante exclusivo, parcial o excéntrico. Por lo tanto, rechazamos la intervención del poder eclesiástico, como autoridad, en los negocios públicos; como también rechazamos la intervención del poder civil fuera de los límites de su fin y medios propios, si comprime el movimiento libre de las fuerzas sociales según su naturaleza y su fin relativo. El Estado debe dejar a los esfuerzos individuales sociales todo lo que éstos puedan hacer por sí sin daño ni contra derecho público o privado. Rechazamos, por lo tanto, como injusta e invasora la pretensión del Estado a sujetar a su competencia e intervención toda la actividad social: la centralización como sistema de gobierno daña a la educación libre, gradual, progresiva de la sociedad y de las esferas particulares sociales en su vida interior.
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En la Sociedad, deseamos la organización de la sociedad en el todo y en todas sus partes como ideal y ley de su destino, y según las leyes de toda acción pública. La organización social no es el comunismo, que suprime la libertad individual, ni es el individualismo que desconoce toda dirección superior; admite y concierta ambos elementos extremos; consiste en la distribución de todas las formas sociales en esferas distintas, independientes unas de otras, y cada una con propia actividad, con una misión especial que cumplir, aunque ligadas entre sí y concurrentes a un mismo fin general, como funciones de un mismo organismo. Así como el hombre está organizado en el espíritu, y en el cuerpo, y en la relación de ambos; y así como las funciones de la vida humana se reparten entre órganos distintos, sin que ninguno quede aislado ni separado de los otros, así también, la sociedad es orgánica, cuando el trabajo de todos está repartido entre asociaciones diversas, cada una propia en sí y todos en concertada relación.
Hasta hoy, sólo dos esferas e instituciones sociales están organizadas en la Historia; la esfera religiosa, o la Iglesia (el cuerpo de los fieles), y la esfera política, o el Estado (el cuerpo de ciudadanos). La Iglesia está con razón emancipada en los más de los pueblos de la autoridad del Estado, y administra, como tal, libremente todos los asuntos que son de su competencia. El Estado, a su vez, es independiente de la intervención de la Iglesia. Pero la Iglesia y el Estado no son los únicos órganos del cuerpo social; la ciencia, el arte, la moral, la educación y enseñanza, la industria, el comercio y la agricultura son órganos igualmente necesarios y fundamentales de la sociabilidad humana, y deben recibir en un día una organización apropiada a su naturaleza y armonía con todos los demás órganos de la vida pública. Cada miembro de la sociedad puede pertenecer bajo diversos respectos a una o más de estas esferas y desenvolver compuestamente toda la riqueza de su naturaleza. El Estado, como el órgano del derecho, o de la justicia, es la esfera central que debe mantener la unidad y la armonía entre todos los órganos y direcciones de la actividad humana, sin intervenir en su gobierno interior, impidiendo la invasión de los unos en los otros, dejando a cada uno la libertad de sus movimientos, y prestando a todos, conforme a sus necesidades distintas y la particularidad de su fin, las condiciones necesarias para realizarlo.
La sociedad hecha para el hombre, como forma y manifestación libre de su naturaleza, debe organizarse bajo el plan de la naturaleza humana. Su fin es hacer posible y facilitar a todos sus miembros el cumplimiento de su destino individual y social como seres racionales; perfeccionándose en la originalidad y la armonía de todas sus aptitudes, fuerzas y tendencias. El hombre no puede cumplir ni vivir su destino sin el concurso de sus semejantes; recibe de todos ellos condiciones y las presta recíprocamente. Sólo mediante la asociación organizada para cada fin de la vida social, puede cada individuo llegar a la realización de su destino según el plan de la creación. Luego la sociedad no debe pesar sobre el hombre, sino facilitar su cultura humana. Todo hombre tiene derechos absolutos, imprescriptibles, que derivan de su propia naturaleza, y no de la voluntad, el interés o la convención de sus semejantes: los derechos a vivir, a educarse, a trabajar, a la libertad, a la igualdad, a la propiedad, a la sociabilidad. La sociedad puede y debe organizar estos derechos en el interés de todos, en favor de su coexistencia y de su cumplimiento; puede y debe castigar su infracción o violación para restablecer el derecho y la ley, y corregir la voluntad del culpable; pero no puede privar de estos derechos a nadie. Deberán, pues, ser abolidas las penas irreparables, y toda institución o estatuto contrario a la razón. La persona humana es sagrada y debe ser respetada como tal. El hombre que se hace árbitro de la vida y del destino de sus semejantes, comete un abuso de poder, y se arroga los derechos de Dios.
* * *
En Historia, respetamos los hechos tales como han pasado. Debemos indagarlos, analizarlos en sí y en sus relaciones con imparcialidad, ya sean contrarios o favorables a nuestras convicciones. Miramos la tradición como una fuente de enseñanzas para las generaciones presentes, no como una norma de apreciación para las instituciones actuales, ni como una barrera infranqueable, que deba detener la marcha progresiva de las sociedades humanas. Aprobamos el bien, condenamos el mal, donde quiera que le encontremos, y esto absolutamente, sin excusar el mal por el bien que pueda haber traído, ni desaprobar el bien por el mal que se mezcle en él. Juzgamos los hombres y los hechos según las leyes eternas de la moral y de la justicia, sin preocuparnos por las influencias pasajeras que fascinan y tuercen la imaginación, sin entusiasmo, como sin vanas censuras hacia lo pasado, firmemente persuadidos de que si la humanidad es libre y puede momentáneamente errar y faltar, está sostenida por Dios, y sabrá, sin embargo de todos los estorbos, cumplir en tiempo y lugar dado, su destino sobre la tierra.
* * *
En resumen:
  1. La primera condición de la ciencia es la independencia de la razón y el libre examen.
  2. La filosofía se apoya sobre la totalidad de las facultades del espíritu, y abraza todos los órdenes de la realidad.
  3. La religión se eleva a Dios por el espíritu y el corazón, en la plena libertad e intimidad de la conciencia.
  4. En política obedecemos la constitución con el sentido del desarrollo regular y pacífico de las libertades públicas, para la cultura intelectual y moral del pueblo.
  5. En sociabilidad queremos el progreso en todo y para todos, la mejora material y moral de todas las clases sociales, mediante el derecho de asociación y restringiendo la acción del estado en sus justos límites.
  6. En moral miramos el deber como una ley absoluta que obliga al hombre a hacer el bien por el bien, sin mirar a pena ni a premio, y a perfeccionarse en su naturaleza entera y en todas sus relaciones.
  7. En historia respetamos la verdad de los hechos, y los apreciamos según las reglas de la moral y del derecho, para que sirvan de enseñanza a las generaciones presentes, sin comprimir la marcha libre y progresiva de la sociedad.

[Comentario de Canalejas al final del texto: “Este programa escrito por Sanz del Río en 1857, basta para demostrar la severidad y la elevación de la doctrina que profesa y se afana por popularizar el ilustre catedrático de la Universidad de Madrid. Como es natural, sus esperanzas encuentran apasionada acogida en el corto círculo de sus discípulos. La libertad, en la meditación que el ilustre profesor aconseja, temeroso de que caigan los que le siguen en un estrecho sentido de escuela, provocará divergencias y variedades en el pensamiento filosófico, al compás que el trabajo intelectual sea cada vez más íntimo, en los que hoy siguen la dirección que él les marca y el impulso que reciben de su fecunda y enérgica actividad. Pero aún cuando esto pueda suceder, y es muy de esperar que suceda, el sentido general y la concepción orgánica de la ciencia enseñada por Sanz del Río, subsistirá en España, y bien puede profetizarse que sus lecciones dejarán una huella profunda en el pensamiento nacional, sino es que llegan a ser raíz viva y abundante manantial para los futuros progresos de la filosofía española, reservándola de los dos males del siglo, o sean, del criticismo que se convierte muy luego en escepticismo, y del materialismo cada vez más temible y amenazador” (164). Diciembre 1860]

Nota
[1] Comentario introductorio de Canalejas: “Existe muy arraigada la preocupación de que estas doctrinas de procedencia germánica se resisten a la fórmula breve y compendiosa, pero precisa que tanto deleita a nuestro pueblo. Sin discutir ahora, porque no es del caso, la mayor o menor facilidad con que entienden y aceptan las inteligencias españolas las enseñanzas propias de las escuelas alemanas, me cumple demostrar lo infundado de aquella preocupación transcribiendo los principios y las definiciones del racionalismo armónico que Sanz del Río formuló con la intención de popularizar los resultados de su constante meditación. Los principios y las definiciones son las siguientes. Creo que se publican hoy estas definiciones por primera vez”, p. 150.

[Fuente: Julián Sanz del Río. “Racionalismo armónico. Definiciones y principios” [1860]. Francisco de Paula Canalejas, Estudios críticos de filosofía, política y literatura. Madrid: Carlos Bailly-Bailliere, 1872. Pp. 150-164.]
Actualizado febrero de 2005
(fte: http://www.ensayistas.org/critica/generales/krausismo/textos/racionalismo.htm)

Sobre la Etica Krausista

(*)

(...) Krause tiene connotaciones muchas veces geniales. Krause es menos riguroso que Hegel, por cierto, y carece de la formidable precisión de éste, pero tan apasionante es entrar en su mundo metafísico como lo es apreciar el fluir del pensamiento de otros románticos, como Schelling o de la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel. Pero puede considerarse que Krause reúne, generalmente edícticamente y muchas veces con bastante originalidad. –buena parte de los frutos del kantismo-. No es el más creador de los filósofos románticos, pero conjuga en su obra en su afán de armonizar diferencias y de sumar lo mejor del idealismo, -justamente, la esencia del pensamiento de su tiempo, que es una de las cumbres de la especulación filosófica de toda la historia de occidente-.
La filosofía de Krause responde, pues, a las líneas generales del idealismo romántico además, tal como lo configurarán Fichte y Schelling y lo desarrollará en todas sus últimas implicancias el sistema hegeliano. El punto de partida es el yo, como sujeto, como conciencia que se puede autoconocer. En definitiva, sólo esa conciencia subjetiva es cognoscible. Todo conocimiento reflexivo se centra, necesariamente en el conocimiento del yo, porque lo único que existe son las ideas sobre el mundo y no el mundo en sí. Lo que podemos conocer, es por lo tanto, un repertorio de “ideas” que tenemos sobre las cosas y no las cosas mismas. Todo ser existe en al conciencia del sujeto cognoscente. El mundo es, en verdad, para este idealismo post-kantiano la representación que tenemos de él. En este sentido el idealismo es racionalista, es decir, concibe a la razón como fundamental fuente de conocimiento.
Krause panteísta, o mejo, como él afirmaba “panenteísta” porque concibe no simplemente que todo es Dios, como en panteísmo tradicional, sino que “todo es en Dios”, diferencia demasiado sutil que a primera vista no parece muy importante. De cualquier modo en el panteísmo krausista se juzga a Dios como la única realidad inmanente, el único ser infinito que contiene a todos los demás seres, que son finitos y determinados. Esta contención es “armónica” libre y dirigida al propio tiempo. La metafísica panenteísta de Krause tiene similitudes y raíces con el racionalismo de Leibniz, que concibe a la realidad cósmica como una integrada y armoniosa maquinaria en la que cada cosa tiene un sentido y un destino determinados y en el que, optimistamente, todo funciona de la mejor manera posible y de acuerdo a la razón, geométricamente perfecta, porque es la razón de Dios desplegada.

La ética Krausista.
La ética de Krause se desenvuelve a partir de una concepción unitaria y orgánica de carácter metafísico. La discusión ética está expresamente asociada a la idea del universo, en su conjunto y del puesto del hombre en este último. Se trata de un subsistema de moral, dentro del sistema filosófico general. Este subsistema entraña una explicación global del “ser” de todas las cosas, y su apartado comprende el conjunto de exigencias y requisitos que debe reunir la conducta moral. Esta ética no podría sino oponerse, en el tiempo en que es asumida como propia por Hipólito Irigoyen, de manera absolutamente determinada, a las concepciones “extra- morales”, que como el positivismo del régimen co ntra el que luchaba el caudillo radical, supeditaban el proceder moral a la utilidad o al placer.
El “racionalismo armónico” de los krausistas está dirigido todo él hace la ética, que constituye algo así como su verdadera culminación. Se trata de una “ética social”, es decir, de una moral tendiente a una autorrealización del individuo en el marco de la organicidad de la estructura social. Como todo el sistema en su conjunto pretende la armonización de las más complejas y contradictorias realidades, ya que su finalidad es la conjunción de las oposiciones, indicando los rumbos que permitan el despliegue y el crecimiento de todas las potencialidades del hombre, en comunión con la naturaleza, con sus semejantes humanos, en definitiva con Dios, en un panenteísmo absoluto. Lograr esa comunión es el objeto de la normatividad moral, y alcanzarla constituye finalmente una vida de absoluta perfección.
Este eticismo, sustancia del krausismo es lo que se convirtió, en España primero, y en el Río de la Plata poco después, en su principal atractivo para la actividad política: La moral krausista resultaba aplicable a la práctica de la existencia social.
Siendo parte de Dios, la humanidad es libre y soberana en sus decisiones. Aunque corre el riesgo de vivir alucinada, desviada en sus conocimientos y en la conducta; a pesar de que le resulta difícil encontrar la armonía con el todo al que pertenece (la naturaleza divina) la humanidad ha sido dotada de conciencia y de razón. La ceguera humana aunque frecuente, no es incurable. Si Dios hace al hombre libre y responsable, el hombre puede desarrollar su actividad en al verdad, siempre que utilice la razón, pero también en el error, si no hace uso de la razón. La equivocación moral no es el mal en sí, porque lo malo es la ignorancia de la propia posibilidad que tiene el hombre en su autoconciencia y en su aturorrealización. Integridad, entereza, disciplina racional son las virtudes propias de una normatividad racional. La razón del hombre está consustanciada con su dignidad. Debe vivirse en armonía con la razón, porque Dios (que es todo) es fundamentalmente razón en su potestad ilimitada. El bien consiste en la integración absoluta, constante e infinita con Dios. ¿Y el mal? Como todos estamos “en Dios”, como todos formamos parte del organismo infinito, del que sólo somos “momentos”, partículas temporales y finitas, el mal está integrado al bien, es un momento parcial y finito del bien...: hasta tanto llega el afán armonizador de Krause.
Partiendo del “panteísmo” de Krause no puede desprenderse de la consideración de todas las realidades parciales, integrando el Ser Único. Nada puede haber, por lo tanto, fuera de ese único ser, todo es “en El”.
Todo es, de algún modo, bueno. Desde un punto de vista absoluto, no puede existir lo malo. El absoluto ser no es, ni puede ser, algo mal. Pero si en lo absoluto el mal es inconcebible, sí puede ser entendido en las relatividades momentáneas, en las finitudes de los circunstancia y transitorio. Krause explica esta conjunción de relatividades y absolutos (en ejemplos que repite Ahrens): supongamos que hay un homicidio. El matar es malo es un mal moral en la medida que ese mal se comete intencionadamente. Pero entones es mal sólo enfocado el homicidio desde un punto de vista relativo, porque si el punto de vista es integrado en el absoluto, la cuestión cambia totalmente. Una vez pasado el “momento mal”, es decir la “muerte”; en tanto sólo es considerada como muerte, y sin tener en cuanta su origen o la intencionalidad de dicho origen, la muerte deja de ser mala, porque sucede como conformándose a necesariedad absoluta de armonías vitales integradas en los absolutos. La acción de matar es un mal, en el momento relativo, en lo finito. Una vez vista la cuestión desde el panteísmo absoluto, todo mal es efectuado conforme a esta ley de necesariedad absoluta, y se disuelve en el absoluto, que es el único ser y que es bueno por esencia. El mal, así visto, es siempre transitorio, y sólo existe en los momentos finitos. Pero esta suma de finitos es lo que conforma la evolución de la vida.
El mal niega la vida, pero es a su vez negado por la ley necesaria de la evolución de la vida, que se va integrando hacia la instauración definitiva del bien puro y absoluto. La Ética es, en este sentido una “ciencia de la vida humana” individual y colectiva. El objeto de la ética se establece en qué medida el bien absoluto se integra en el ser humano, de qué modo es posible que el ser finito que es el hombre, y la sociedad humana (obviamente también finita) se actualicen en Dios, esto es en el absoluto ideal. La moral no es tanto un conjunto de reglas, de mandamientos y de prohibiciones, según Krause, sino más bien la ciencia que persigue encontrar las formas en que se desenvuelve plenamente el potencial racional del hombre. Estas potencialidades humanas equivalen, desarrolladas en su totalidad, a la definición de una conducta humana. La conducta es, pues, moral, en la medida que sea el desenvolvimiento de todas las capacidades racionales del hombre.
El “imperativo categórico” de Kant: “Condúcete de tal modo como si cada uno de tus actos respondiera a una regla universal de la Naturaleza”, no puede dejar de tener ecos claros en el pensamiento de Krause, que muchas veces se jactaba de ser su auténtico continuados e intérprete. La fórmula krausista es “Quiere y haz el bien como tal bien” más allá de la utilidad que representen los actos en su apariencia, y más allá del premio o la sanción que te beneficien o que te condenen.
Pero el bien, sin perjuicio de la reformulación krausista del imperativo de Kant, es según el filósofo de Irigoyen, el desarrollo pleno integrador, total de nuestra auténtica personalidad, en armonía con los demás semejantes, con al Humanidad, con la Naturaleza, y con el Cosmos en sus últimas instancias[1]
La ética es indiferenciable del derecho, tanto para Krause como para los románticos idealistas alemanes. Kant hacía una distinción formal entre ambas disciplinas. La moral se refiere, para él, a los actos internos, y su ámbito es el de la conciencia individual. Pero el derecho se desenvuelve en la práctica externa, esto es en el contacto de la conducta individual con los otros individuos, en la vida social, en la configuración del ciudadano y el Estado. El derecho, según la concepción kantiana, es el conjunto de normas condicionales que limitan la libertad de nuestras acciones externas con las esferas de la libertad de los demás. Más que de limitaciones, pareciera en realidad tratarse de armonizaciones, de formas, coexistencia de la libertad de cada uno con la libertad del prójimo, conforme a una ley previa y general de la libertad.
Krause en su panteísmo, eleva esta armonía hasta sus máximos puntos especulativos. El derecho y la ética se identifican, en una especie de organización de la vida interna de Dios. Se trata de relaciones entre los diversos seres limitados y finitos que forman parte del gran Absoluto Superior, que es Dios. El derecho, consecuentemente, debe entenderse como una extensión a todo el ámbito del Dios totalizador, tal como lo concibe el panteísmo krausista. Se refleja, pues, en todos los seres, subhumanos o humanos. El orden divino está organizado conforme a los principios de armonización de la Naturaleza, en el mundo social y en el mundo de las libertades individuales.
El derecho conjuga “las relaciones orgánicas de determinación de acción e influencia recíprocas en las que existe y se desenvuelve el mundo moral y social”[2]. Hay, entonces, un derecho del hombre, como individuo, que sería el conjunto de condiciones, (dependientes de la libertad de cada uno integrada a la libertad de sus semejantes) que son necesarias para al realización del fin del hombre en esta vida. Una realización que, como se ha visto, consiste en la integración armónica con la Naturaleza y con Dios. Pero también hay un derecho de la humanidad que es necesario para la consecución del fin de la humanidad. Este derecho de la humanidad es una estructuración de todos los hombres libremente conjugados.
Pero entre el hombre como individuo, y la humanidad como estructura, existen organismos intermedios, que son las personas llamadas “morales”. Las “personas morales” (algo parecido a lo que en derecho se llamarían personas jurídicas, o personas de existencia no física, o de existencia ideal) no son, según Krause una mera ficción, una abstracción jurídica. Tienen una realidad objetiva, son auténticos organismo con vida propia, más allá de los individuos humanos que las componen. Son como las personas individuales y físicas. Su personalidad jurídica no resulta de una construcción legal, de una concesión del derecho positivo, sino una auténtica exigencia connatural a su propia realidad orgánica. Concebido el desarrollo social como un crecimiento orgánico, del individuo hacia la humanidad, se van constituyendo organismos más complejos, como ocurre con el mundo biológico.
Hay una especie de evolución social hacia organismos más complejos que nace en las relaciones interindividuales como el amor y la amistad, sigue en las relaciones grupales (la familia, la tribu, las corporaciones), y luego van conformando a los pueblos, las naciones y las uniones de naciones, hasta llegar finalmente a la humanidad.
Esta concepción krausista es el origen de lo que se llama la doctrina organicista del derecho, de la sociedad y del Estado, cuyos representantes más conspicuos fueron en Bélgica Ahrens y Tieberghen. Francisco Ginés de los Ríos conceptúa a la persona social como la “unión de individuos” que realizan una cooperación orgánica, una vida común –ora intuitiva, ora reflexivamente, ya se propongan un solo fin, ya todos. Con estas condiciones van constituyendo una verdadera persona que tiene su propia realidad y unidad, su propio espíritu y conciencia común (el sentido de una familia, el espíritu de una corporación, la opinión pública, etc.) sus fuerzas y sus medios de acción propios. De aquí también que les corresponda su propio derecho, que no dimana de los miembros que la forma, ni de la esfera social inmediatamente superior a la que ella a su vez pertenezca... Y sigue diciendo Ginés que “es una infracción del derecho la facultad que el Estado Nacional suele arrogarse, ya de conceder o negar la autorización para que se forme dicha clase de personas jurídicas o morales, y la de limitar su derecho a vivir sometiendo el reconocimiento de su existencia a condiciones arbitrarias y hasta absurdas. Se ha pretendido justificar esta injerencia ora por razones de las llamadas “políticas” o de estado, ora por otras no menos infundadas. Tal es la de suponer que la persona moral no tiene propia realidad y que es una mera ficción, cuyo valor depende por entero de la concesión graciosa de los poderes públicos”[3].
El Estado, es para el krausismo, una de estas personas morales, la suprema y más integradora de todas. Es un órgano de derecho, que tiene por objeto mantener el equilibrio y la armonía entre todos los demás órganos que lo integran, entre los hombres como individuos y entre las personas colectivas morales. En palabras del propio Krause, “mantiene a todo individuo, a toda familia, a todo pueblo en la integridad de su personalidad y actividad legítima, y asegura las relaciones de una con otras personas según derecho”.
Pero el estado no es un ente absoluto, no es la culminación de las integraciones orgánicas, sino simplemente es una etapa que respeta y armoniza los intereses de los órganos que lo componen. La concepción krausista del Estado es, como ocurre muchas veces en su filosofía ecléctica, comprehensiva de otras filosofías de su tiempo, pero tiene una sorprendente actualidad, y puede ser asimilada en términos políticos contemporáneos a la idea de un Estado democrático promotor y planificador, en una sociedad descentralizada. El Estado es, en ella, un medio que garantiza las libertades individuales y colectivas, para que cada órgano que lo integra desarrolle sin trabas sus posibilidades de realización. Pero no se limita a esta función negativa, meramente tutelar como el del Estado gendarme de los liberales a “outrance”. Cumple, en cambio una faena de fomento, de organización federativa, que no oprime ni aniquila a los destinos y fuerzas sociales, pero las dirige, las orienta y las apoya.
La sociedad que se organiza con el Estado, se conforma en una federación de las asociaciones particulares. Este organismo, suma integradora de órganos, que constituye una federación, no tiene una jerarquía superior a las asociaciones que la componen, y cada una de ellas mantiene intacta su autonomía. El Estado es in instrumento que realiza y garantiza la realización del derecho. Pero más importantes que el Estado, desde el punto de vista de la ética social, son las “asociaciones de finalidad universal” como las “naciones”, que son entes permanentes e inevitables. El desarrollo de esta idea federativa lleva a una federación de naciones, una verdadera federación mundial, que no niega ni rechaza y que por el contrario admite y fomenta las peculiaridades y autonomías de cada nación. Es el pluralismo armonizado en la unidad, a que conduce indefectiblemente el panenteísmo.
El Estado forzosamente debe ser de derecho, un organismo democrático-participativo y representativo. No hay Estado si no se realiza en la plenitud del derecho y la moral. Que organice solidariamente a los individuos, a las familias, a las demás entidades intermedias asociativas, a los pueblos y en fin a la Nación, pero los respeta y exalta. El despliegue de esta gradual armonización de libertades se autorrealiza y desemboca en la gran utopía de un Estado universal. Cuando éste se construya “entonces se realizará un Estado verdaderamente público, y se cumplirá el ideal del derecho y de la justicia en la humanidad. Las penas cesarán juntamente con los delitos, la guerra desaparecerá con la inseguridad interior y exterior y reinará sobre todos los pueblos, en un proceso gradual, una ley un tribunal supremo”.
El Estado krausista, como se ve, se asimila más a la idea que de él tiene Kant: es democrático, liberal, pero impulsor y armonizador de todos los intereses particulares; y se distancia de la concepción hegeliana cuyas connotaciones totalitarias has sido tantas veces denunciadas aunque muchas veces con exageración.


[1] La cuestión ética considerada como desarrollo de las potencias de la personalidad individual tiene su origen en el pensamiento socrático, y está vinculada a las doctrinas pedagógicas de los krausistas españoles, especialmente Francisco Ginés de los Ríos, que concibe la labor pedagógica como el impulso que debe dársele a la libre iniciativa del individuo. Enseñar, es, para el gran maestro español, posibilitar el desarrollo auténtico de todas las esencias personales, en un proceso de autorrealización. Más adelante, cuando nos refiramos a las influencias del krausismo en la noción de Universidad Autónoma, y en los principios de la Reforma Universitaria de 1918, como igualmente a los programas educativos de Vergara, nos detendremos con más detalle y extensión en estos temas, que son muy definitorios de la personalidad de Hipólito Irigoyen.
[2] Ahrens: “Curso de Derecho Natural”.
[3] Francisco Ginés de los Ríos: “Resumen de la Filosofía del Derecho”.
(*) de “El radicalismo y la ética social”, Osvaldo Álvarez Guerrero.