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miércoles, 9 de enero de 2008

El imperio del individuo

El imperio del individuo - Entrevista a Zygmunt Bauman.(*)

Protagonista insoslayable del debate sociológico contemporáneo, el autor de "Modernidad líquida" habla del peligroso debilitamiento de la solidaridad social y de la consecuente fragilidad de los lazos humanos, tema de su último libro, "Liquid Love" (Amor líquido)

Para muchas personas la jubilación es particularmente traumática porque la ven como símbolo del fin de su vida útil profesional. Esa gente haría bien en recordar a Zygmunt Bauman. Si bien el eminente sociólogo polaco desarrolló una intensa carrera en Europa durante varias décadas, fue a partir de 1990, después de su alejamiento de las aulas de la Universidad de Leeds, cuando además de hacerse cargo de toda la cocina en el hogar desplegó su más prolífica producción intelectual.

Florecimiento tardío, lo llamaron algunos. Otros directamente se refieren al "fenómeno Bauman". La realidad es que, al borde de los 80 y sacando casi un libro por año, se ha convertido en el nuevo protagonista del debate sociológico contemporáneo con conceptos como "modernidad líquida", también título de uno de sus libros más importantes, en el que desarrolla la idea de que cuando lo público ya no existe como sólido, el peso de la construcción de pautas y la responsabilidad del fracaso caen total y fatalmente sobre los hombros del individuo.
"Nos gustan lo nudos que atan fuerte, pero que se pueden deshacer con facilidad en cualquier momento, lo cual suele ser fuente de sufrimiento, autorrecriminación y una conciencia muchas veces intranquila" -dice en diálogo con LA NACIÓN. El tema es parte de las reflexiones de "Liquid Love" (Amor líquido), libro que acaba de salir en inglés y en el que analiza cómo afecta a los vínculos amorosos la sociedad líquida en la que vivimos. "Lo que nos gustaría, en realidad -dice-, es poder poner en cada relación un cartel de que se trata de un compromiso hasta nuevo aviso".

No es una visión particularmente alegre, pero varios de sus colegas aseguran que se trata de un pesimismo vinculado con su origen. Bauman es un polaco judío que sobrevivió a la Segunda Guerra refugiándose en la Unión Soviética; más tarde, en 1968, durante una nueva oleada de antisemitismo en la Universidad de Varsovia, debió abandonar nuevamente su país y, esa vez, recaló en Israel para irse luego, en 1972 y, ya definitivamente, a Inglaterra.

El pesimismo de Bauman puede rastrearse en muchas de sus obras -entre otras, Modernidad y Holocausto, La globalización: consecuencias humanas, Comunidad, Etica posmoderna y La sociedad sitiada- en las que se ocupa de temas como el Holocausto, los desafíos de la globalización, las encrucijadas de la ética y la pérdida del sentimiento comunitario.

Sin embargo, el de Bauman es también un mensaje de esperanza: "¿Por qué escribo libros? ¿Por qué pienso? ¿Por qué soy apasionado? Porque las cosas pueden ser distintas, pueden mejorar. Mi papel es el de alertar a la gente sobre los peligros que acechan para que hagan algo", dice este confeso fanático de Borges: "Aprendí de él, más que de ningún sociólogo, sobre la condición humana, sobre la lealtad a la vocación de conocimiento y sobre los límites de nuestra capacidad de comprensión. Cuentos como "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Pierre Menard", "La biblioteca de Babel", "El inmortal", entre tantísimos otros, son para mí los ejemplos supremos de lo que la sociología podría llegar a descubrir si pudiera (¿o se le permitiese, quizás?) admitir la ambivalencia incurable del "ser humano en su mundo" y el exceso de preguntas que nacen de este ser muy por encima de las respuestas que él mismo puede dar."

Lo han llamado "el profeta de la posmodernidad" pero no es un título que lo convenza demasiado. "Posmodernidad era un término puramente negativo y, por lo mismo, un concepto interino, temporario. Señalaba que nuestro mundo no era moderno en el sentido tradicional del término y que era lo suficientemente distinto como para requerir una nueva denominación, pero no nos decía de qué manera el mundo nuevo era diferente de su predecesor. Modernidad líquida es un término positivo: señala la diferencia que es la volatilidad. La característica definitoria de los líquidos es la imposibilidad de mantener su forma y, a la vez, su vulnerabilidad. Eso es precisamente lo que diferencia a la sociedad actual de aquella de la modernidad en su fase sólida, que buscaba ser duradera y resistente al cambio", explica.

-¿Por qué sostiene en su libro que esta nueva sociedad está sitiada?

-Porque aquello que seguimos llamando sociedad, esa cualidad imaginaria en la que política y poder confluyen, está siendo atacado por dos frentes. Por un lado el poder se está evaporando hacia arriba, al espacio planetario, que es el dominio de los negocios extraterritoriales. Por el otro, la política se escapa hacia el espacio de las fuerzas del mercado y de lo que llamo la "política de la vida": el espacio de los individuos con alianzas tenues que tratan con esmero -pero con resultados prácticamente nulos- de encontrar soluciones privadas a los problemas públicos. Las instituciones políticas heredadas de los tiempos en que el poder y la política estaban al nivel del Estado-nación moderno se mantienen atadas a una localidad exactamente como antes, sin la posibilidad de resistir -y ni qué hablar de controlar- las presiones de lo poderes globales. De esta manera están imposibilitadas de desempeñar sus papeles tradicionales y los ceden a las fuerzas del mercado o las dejan abiertas a la iniciativa y a la responsabilidad individual. El resultado final es el sentimiento generalizado de que cada uno de nosotros está por las suyas, de que nada se gana uniendo las fuerzas y preocuparse por una buena sociedad es una pérdida de tiempo: es el debilitamiento de lasolidaridad social con la consecuente fragilidad de los lazos humanos.

-¿Cómo influye esto en nuestra búsqueda de la felicidad?

-La nuestra es una sociedad crecientemente individualizada, en la cual el ser competitivo, más que solidario y responsable, es considerado clave para el éxito. Y dado que la felicidad de larga duración, la felicidad que crece en el tiempo gracias a su cultivo cuidadoso y paciente, es concebible sólo en un entorno predecible y en el que se respeten las normas, la búsqueda de momentos felices o de éxtasis episódicos está tendiendo a reemplazarla. La felicidad es vista como momentos, como encuentros breves, más que como un derivado de la consistencia, la cohesión, la lealtad y el esfuerzo a largo plazo que sostenían la mayor parte de los filósofos modernos.

-¿Y cómo afecta a las relaciones humanas, sobre todo al amor?

-Hace que las relaciones entre las personas se vuelvan de una extrema ambivalencia y ansiedad. Por un lado, en un ambiente líquido necesitamos amigos más que en ningún otro momento del pasado. Por otro lado, sin embargo, la amistad es un tango para dos y requiere de un compromiso firme y permanente, que nos puede atar las manos en caso de que la situación cambie y aparezcan nuevas oportunidades más atractivas. El problema es que esas condiciones no son las ideales para que florezcan la verdadera amistad, ni el amor.

-¿Por qué considera que el eslogan "pensar globalmente, actuar localmente" es hoy errado y peligroso?

-Los problemas generados globalmente pueden ser resueltos solamente por una acción global. Hay dos posibles repuestas a la dependencia global. Una es la estrategia de atrincherarse: cerrar todas las puertas con llave con la esperanza de poder crear para nosotros un pequeño nicho de seguridad frente al territorio salvaje que hay afuera. Es la estrategia equivocada, porque en el planeta globalizado la democracia, la seguridad o el bienestar de un solo país es imposible. Nadie puede sentirse seguro a menos que habite un planeta seguro. La segunda alternativa, y para mí la única lógica, es la responsabilidad global, que significa aceptar la responsabilidad que ya de hecho cargamos, a sabiendas o no, del bienestar y la supervivencia de los demás, y actuar de acuerdo con esa responsabilidad.

-¿Pero es posible la convivencia pacífica en un contexto en el cual un grupo (como el fundamentalismo islámico hoy) tiene capacidad de actuar en cualquier lugar, y los países y ciudadanos están temerosos de sus propias minorías?

-Es que prácticamente no hay alternativa a intentar vivir juntos en paz y respeto mutuo (es decir, la otra alternativa, la única, es morir juntos). Para tomar un concepto de Claude Lévi-Strauss, podemos decir que en la era de la modernidad clásica, "sólida", los problemas que menciona eran atacados por una combinación de estrategias antropofágicas (es decir que se "devoraba" a las minorías étnicas, culturales, religiosas o lingüísticas a través de la asimilación forzosa) y antropoémicas (se las forzaba a emigrar o directamente se las aniquilaba físicamente). Ninguna de estas dos estrategias puede llevarse a cabo hoy sin una condena global y, con un poco de suerte, con acción acorde, como ocurrió en Bosnia y Kosovo pero no, para nuestra vergüenza, en Ruanda y muchos otros lugares. La única ruta que está abierta es la de aprender a respetar al otro y negociar un modus vivendi a través de un diálogo que se mantenga en el tiempo. No digo que sea fácil, pero sí insisto en que en nuestros tiempos, como nunca antes, las demandas éticas y los intereses propios de la supervivencia apuntan en la misma dirección y sugieren idénticas estrategias.

-¿Cómo se evita afectar a la gente inocente de una cultura o religión considerada una amenaza, al tiempo que se refuerzan las medidas de seguridad?

-Estereotipar a los otros, ponerlos en una categoría "culpable" y por lo tanto convertirlos en sospechosos a priori es la peor y más ineficiente manera que uno puede imaginar de reforzar la seguridad. Ningún terrorista puede hacer tanto daño a nuestra seguridad como nosotros mismos al responder a sus amenazas coartando los derechos humanos de tal manera. La presencia de otros en nuestro ambiente implica, por supuesto, un riesgo, pero significa también una gran oportunidad de aprender el arte de la convivencia mutuamente beneficiosa. Es decir, tratar al otro como nos tratamos a nosotros mismos: no como una categoría predefinida sino como un conjunto de individuos, buenos o malos, razonables o no, pero todos pertenecientes a la misma especie humana, con lo mismos sueños y con las mismas cosas sin las cuales no podemos vivir. Las lágrimas de las madres que perdieron a su hijo, o las de los niños que quedaron huérfanos parten el corazón y son igualmente amargas en cualquier cultura o religión.

-Ya no nos sirve "posmodernidad". ¿Tampoco sirve un término como "multiculturalismo"?

-Repito: en un planeta globalizado no hay "afuera", no hay "tierra de nadie" a la cual "los otros" puedan ser deportados. Las diferencias culturales y todas las otras están aquí para quedarse. Pero "multiculturalismo" puede entenderse de dos maneras muy distintas. La manera incorrecta: toda idiosincrasia cultural es igualmente buena e intocable sólo por ser idiosincrásica. Y está la manera correcta: aquí estamos todos, tan diferentes como la historia nos ha hecho y, porque somos diferentes pero todos humanos, cada uno de nosotros debe enriquecer el contenido de nuestra común humanidad a través de la convivencia. Esa convivencia debe incluir, claro, como es habitual entre amigos, un debate continuo y serio sobre los valores y los méritos de cada contribución. Porque inevitablemente algunas soluciones culturales a problemas humanos compartidos son mejores que otras, y son las mejores las que más van a contribuir a la causa de la felicidad humana.

(*) Entrevista de Juana Libedinsky, publicada en La Nación, Buenos Aires, 26 de Diciembre de 2004. - Se reproduce en nuestro Blog con fines informativos y educativos.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Entrevista a Zygmunt Bauman.

PRESENTACIÓN:

En esta entrevista el autor de Modernidad líquida reflexiona principalmente sobre las tensiones en las que se constituye –o intenta constituirse– la identidad en nuestro tiempo. En un recorrido disparado por la propia biografía de este pensador, los recientes alzamientos franceses y las resistencias de la sociología son también otros de los temas abordados en la ocasión. El texto aparece aquí por primera vez en su versión íntegra. Fue publicado originalmente en versión reducida en el suplemento de cultura del diario Perfil. Agradecemos a Glenda Vieites y a los responsables del suplemento mencionado por su colaboración. (los autores)

ENTREVISTA A ZYGMUNT BAUMAN:

P: Usted nació en una ciudad alemana que se convirtió en territorio polaco al final de la Primera Guerra Mundial. Luego se refugió en la Unión Soviética y desde hace unos años trabaja por elección en Inglaterra. ¿Desde su experiencia académica y personal, cómo define hoy la noción de identidad?

ZB: Ludwig Wittgenstein siempre oscilaba entre la Viena natal y su tierra adoptiva inglesa; cierta vez comentó que el mejor lugar para resolver un problema filosófico era una estación de tren. Aunque bueno, aquellos eran viejos tiempos, cuando no se vivía con la prisa de la actualidad. No creo que hoy Wittgenstein hubiera dicho lo mismo respecto de un aeropuerto. Aún así sus reflexiones mantienen la misma fuerza. A mí me ayudaron a entender, de qué modo, en nuestros tiempos, la identidad tiende a ser algo tan provisorio, endeble, vulnerable, que obliga repetidamente a revisar los ‘planes a largo plazo’ (o lo que Jean-Paul Sartre llamaba ‘project de la vie’); se demuestra muy vívidamente lo poco confiables y riesgosas que son en general las resoluciones a largo plazo. Por primera vez en la historia, el cuerpo humano constituye la única entidad cuya expectativa de vida se ha prolongado. En cambio, todas aquellas instituciones sobre las cuales nuestros antecesores solían planificar sus existencias (asuntos públicos, ideologías, formas de vida, reglas de conducta, criterios de éxito y estrategias para una vida satisfactoria, etc.) tienen hoy una expectativa de vida mucho más corta.

P: ¿Qué relación hay entre su concepto de modernidad líquida y su noción de identidad?

ZB: En nuestra modernidad líquida, las obligaciones de vida demandan una necesaria fluidez; permanecer inalterado representa una siniestra perspectiva y aterradora amenaza. En un instante y sin ningún aviso, los activos se pueden transformar en deudas. De allí, la contradicción contra la que todos debemos pelear. Tener identidad significa estar claramente definido, sugiere continuidad y persistencia, pero precisamente es esa continuidad y persistencia la que le otorga a la fluidez una tendencia algo suicida.
Sin duda, la idea de identidad siempre estuvo, cada vez que apareció, dividida por una contradicción interna: sugería una especie de distinción que tendía a desdibujarse.
La identidad enfrenta un doble dilema: debe servir a una propuesta de emancipación individual tanto como a un plan de membresía colectiva que sobrepasa cualquier idiosincrasia particular. La busca de identidad implica someterse a un fuego cruzado, a una convergencia de dos fuerzas opuestas. Hay una doble propuesta en la cual la pretendida identidad (identidad como problema y cometido) se debate y por la cual debe luchar en vano por emanciparse. Navega entre dos extremos de individualidad y total pertenencia, el primer extremo es inalcanzable, mientras que el segundo, como un agujero negro, debe absorber y eliminar todo lo que flota en su cercanía. Cada vez que es elegido como el destino de una excursión, la identidad inevitablemente hace vacilar cualquier movimiento hacia dos direcciones.

P: ¿Es evitable esa contradicción?

ZB: La identidad presagia un peligro mortal para el individuo y la colectividad, aunque ambas recurran a ella como un arma de autodestrucción. El camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de libertad y la demanda de seguridad. Por esta razón, la guerra de la identidad permanecerá siempre inconclusa y sin ganadores, y la causa de la identidad continuará destacándose al tiempo en que se disimulen sus instrumentos y objetivos. Quienes practican y disfrutan de esta nueva inestabilidad, suelen relacionarla con cierta idea de libertad. Sin embargo, tener una inestable y provisoria identidad no es un estado de libertad sino más bien una obligatoria, interminable y nunca victoriosa guerra por la liberación. Cuando la identidad haya dejado de ser un asunto molesto (porque es imposible desprenderse de ella), y pase a ser un cómodo legado, las obligaciones que se presumen y esperan que duren de aquí a la eternidad, se habrán transformado en un inconcluso y exasperadamente ambiguo esfuerzo por desprenderse de las cargas del pasado. Aquel que persigue la identidad es comparable a un ciclista: la sanción por frenar un pedal es la caída, y hay que seguir pedaleando para mantenerse en pie. Avanzar con dificultades es un compromiso sin alternativas.
Al pasar de un episodio a otro sin rumbo, viviendo a través de los sucesos consecutivos de un destino desconocido, guiado por el afán de borrar el pasado antes que por el deseo de delinear el futuro, la identidad del actor queda atrapada en su presente; es decir, se niegan las bases de su propio futuro. Y, al mismo tiempo, el pasado de cada identidad se encuentra esparcido en los consejos inservibles de anteayer, que ayer mismo fueron desechados por constituir una pesada carga.
La idea central de la identidad, a partir de la cual se podrá emerger con un cambio continuo, incólume y probablemente reforzado, es que el homo eligens, el hombre elige para sí mismo un estado de permanente no resistencia, de auténtica inautenticidad. En la era de la modernidad líquida, sobre los negocios, Richard Sennett escribió: "Los negocios perfectamente viables son aniquilados y abandonados, los empleados capaces son echados antes que premiados, simplemente porque la organización debe mostrar que el mercado es capaz de cambiar". Al reemplazar "negocio" por "identidad", "empleados capaces" por "posesiones y compañeros" y "organización" por "uno mismo", se obtiene una fiel versión de la condiciones que definen al homo eligens.

P: ¿Cuál es su análisis en relación a los episodios de xenofobia que se suceden a nivel mundial? Ejemplo: incendios en Francia.

ZB: No hay nada nuevo aquí. De hecho la mayoría de las novedades parecen inéditas por la brevedad de nuestra memoria colectiva. Los actores han cambiado, pero no las acciones.
Hace casi un siglo, el gran sociólogo Georg Simmel, sugirió que la lucha, a menudo violenta, es ante todo un trámite preliminar para la integración. Demostró que los faccionarios habían aceptado (ya sea de manera entusiasta o desanimada) los valores dominantes de la época y deseaban unírseles a aquellos que practicaban (sin éxito) dichos valores. Los disturbios callejeros del siglo XIX y el "good deal" del siglo XX pueden ser explicados como las manifestaciones de las clases bajas golpeando tan fuerte como podían las puertas de la sociedad que se les cerraban en las narices. Sus violentas protestas desencadenaban reacciones también violentas. Los "establecidos" no deseaban que los "marginados" fueran admitidos.
Las "revueltas raciales" parecen ser el resultado de que aún no se ha disuelto la jerarquía de antiguos valores. Cien años atrás se tenía como asumido que Europa era la expresión más sobresaliente de la evolución humana; el resto de la gente, que quería ser tratada como europea, debía renunciar a cualquier rasgo de identidad que los alejara de los estándares europeos. Se esperaba que los aspirantes asimilaran e imitaran cada detalle del estilo de vida europeo. Sin embargo, uno de los efectos actuales de la globalización es que tenemos un mundo repleto de diásporas, territorios habitados por miembros de cualquier grupo étnico o religioso que constituyen reminiscencias más de archipiélagos que de continentes. Para muchos de los integrantes de esos grupos, la superioridad del estilo de vida europeo no es ninguna obviedad. De hecho son reacios a abandonar sus propias tradiciones, que consideran buenas o aún mejores que aquellas que encontraron en el nuevo país al que han emigrado. Su idea de integración no imposibilita el derecho a la diferencia. Y seamos francos: ¿no es ésta acaso una prueba de que ellos han asimilado y aceptado las ideas europeas? ¿Acaso no aplaudimos la variedad y juramos apoyar el derecho a la diferencia? En la práctica siempre nos referimos a nuestro derecho a la diferencia, no a la de ellos…

P: A pesar de su diagnóstico alarmante se vislumbra esperanza en todos sus ensayos. ¿En qué radica esa esperanza?

ZB: La gente optimista afirma que el mundo que tenemos es el mejor posible; los pesimistas son personas que desconfían que los optimistas tengan razón. Así que por lo tanto, no soy ni optimista ni pesimista porque creo firmemente en otra alternativa (y quizá mejor): de que un mundo mejor es posible para mis congéneres humanos, y que la posibilidad de lograrlo es real.
En el post scriptum de su obra magna, La Misére du Monde (La Miseria del mundo), el último Pierre Bordieu (hablando en nombre de los países europeos y las extensiones transoceánicas) señalaba que el número de personajes de la escena política que abarcaban y articulaban las expectativas y demandas de sus electores se está encogiendo rápidamente. El espacio de la política se está replegando sobre sí mismo y necesita ser abierto nuevamente; para ello es necesario traer los problemas privados y anhelos inarticulados y ponerlos en relación directa con el proceso político (y viceversa).
Esto es más fácil decirlo que hacerlo aunque el discurso público está inundado de las pre-nociones de Emilie Durkheim, presunciones raramente aclaradas y menos aún consideradas de manera crítica. La experiencia subjetiva es llevada a un nivel en el que el discurso público y cualquier tipo de problema privado es categorizado, reciclado en el discurso público y representado como tema público. Para servir a la humanidad, la sociología necesita empezar por aclarar cuál es su sitio. Las valoraciones críticas de estas pre-nociones deben conjugarse con un esfuerzo por hacer visible y audible aquellos aspectos de la experiencia que normalmente se quedan lejos de los horizontes individuales, o detrás de los umbrales de la conciencia individual.
Un momento de reflexión debe hacer consciente aquellos mecanismos que delinean una vida dolorosa e inconducente. Dibujar las contradicciones bajo un haz de luz no significa resolver las mismas. Un largo y tortuoso camino se expande entre el reconocimiento de las raíces de los problemas y su erradicación, y dar el primer paso no asegura que más adelante no se deba dar otros pasos. Sólo el mismo camino nos llevará hasta el fin. Y aún así no hay que negar la crucial importancia de la compleja cadena de eslabones que existe entre el dolor sufrido individualmente y las condiciones producidas colectivamente. En sociología, y aún más en la sociología que se ocupa de estar al día con sus tareas, el comienzo es más decisivo que ninguna otra parte. Siempre es el primer paso lo que designa y pavimenta el camino para la enmienda que de otro forma no existiría, dejando sólo anunciado tal sendero.
De hecho, necesitamos repetir después de Pierre Bordieu: "Aquellos que tienen la oportunidad de dedicar sus vidas al estudio del mundo social, no pueden permanecer neutrales e indiferentes, en frente de las luchas que tendrá que afrontar el mundo en el futuro".
Jean Pierre Dupuy describió la inevitable catástrofe. Mientras que Dupuy señalaba y profetizaba tal catástrofe, nosotros podemos hacer lo inevitable evitable y quizá así lo inevitable terminará por no acontecer. "Estamos condenados a la vigilancia perpetua", nos advierte. La falta de vigilancia es una condición necesaria para que tal catástrofe suceda. Proclamar su evitabilidad y pensar en la continuación de la presencia de la humanidad en la Tierra como una negación de la auto destrucción es, por un lado, una condición necesaria (y suficiente) para que esa catástrofe no suceda.
Los profetas delinearon su sentido de misión a través de las creencias de Dupuy, sobre la inminente catástrofe. Ellos insistieron sobre la inminencia de este Apocalipsis no porque soñaran con trofeos académicos (revindicaban tal visión) sino porque deseaban mostrar que estaban equivocados, ya que no veían otra forma de prevenir tal catástrofe.
A no ser que sea reprimida y domesticada, la globalización negativa convierte a la catástrofe en algo inevitable. Sólo cuando esta profecía sea considerada con seriedad, la humanidad podrá albergar albergar alguna expectativa de impedir la catástrofe. La única posibilidad es comenzar una terapia en contra de este creciente miedo, mirar a través de él, estudiar sus raíces… En definitiva: sólo enfrentando el miedo se lo podrá erradicar.
La llegada del nuevo siglo puede conducirnos a la catástrofe final. O puede ser el tiempo en el que se gestione un nuevo pacto entre los intelectuales y la gente. La elección entre estas dos alternativas aún se encuentra de nuestro lado. Yo creo que, en estas circunstancias, la pérdida de la esperanza es el mayor desastre que le puede acontecer a la humanidad. Tener esperanzas es nuestra obligación.